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Panorama perturbador

Hay visitas que —porque ofenden— no deberían ser recibidas, sobre todo aquellas que se conocen vienen con un mazo en el abrazo y —como quien no quiere las cosas— a ponernos bastones en las ruedas. Fastidia, aún más, que encuentren entusiastas colaboradores para la faena.

Con solo ver eso, descubro el punto exacto de mis dolencias, mi lágrima sin colirio, mi vesícula comprimida; porque sé —y ellos también— que, al quebrar las perspectivas de una nación se pierde la esperanza de los ciudadanos y la posibilidad de existir como país podría esfumarse en el transcurso de una generación.

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Pagados o no, abundan políticos e intelectuales inorgánicos que —en vano intento— nos quieren hacer ver que el prontuario de agravios que nos llega desde los cuatro puntos cardinales es una merecida e inevitable consecuencia por la inoportuna y brutalmente inhumana sentencia 168-13; y, por tal atrevimiento incalificable, debemos ser castigados, humillados, para que no se nos ocurra otra vez.

Y no es letra muerta, son signos vivos anunciando que para los de allá no tenemos derecho ni siquiera al intento de aspirar a vivir en lo que se conoce como Estado de derecho, con principios, preceptos y normas que regulen las relaciones humanas en la sociedad toda.

Por más vueltas que se le dé, todo se reduce a si aceptamos complacientemente vivir sin el respeto de los demás por no darnos a respetar. Si ese es el horizonte rotundo, quiere decir que nos hemos colocado nosotros mismos en la escala más baja entre todas las sociedades del reino animal. Y eso no me cauteriza bien en el cerebro.

Claro que se puede criticar —es legítimo— el procedimiento de elección de los jueces de un tribunal. Incluso es un derecho no estar de acuerdo con ellos; y, si se quiere, odiarlos también vale. Nadie lo impedirá y nadie por ello a la cárcel irá.

Pero aún con ese derecho en el bolsillo no hay manera de justificar la desobediencia a sus sentencias y mucho menos el descaro de buscar subterfugios para quedar libre de la obligación de acatarlas, pues las sentencias están para cumplirlas sin vacilaciones ni rodeos y la obligación de obedecerlas, gusten o no, es la base de la democracia que decimos defender y que, con tanta frecuencia, aliñamos con excrementos variopintos.

Ya más claro el panorama, me doy cuenta de que hemos abierto el mismo viejo y horadado libro lleno de cuentos contaminados, con los mismos sapos y con las mismas culebras.

Es como si el “que todo cambie para que nada se mueva” deLampedusa, fuera corolario obligado en nuestra encrucijada. Así que, cualquiera se sentiría pusilánime ante tanta descomposición bizarra; dominicanos ignorantes de su historia; el país sin su frontera; ilegales por doquier; impunidades obscenas; delincuentes con derechos; total irrespeto a toda norma de convivencia civilizada; una clase política que actúa con lógica bisiesta, pues, solo piensa en los votos cada cuatro años; que se olvida de la transformación de la sociedad, del principio de la ilustración, del imperio de la ley, del imperio del deber ciudadano. Aún faltando muchas más especias… ¿resultado? Un panorama perturbador.

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