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¡Ofrézcome!

Parece que las sociedades, la política y la ciencia pasan por un ataque de nervios, un brote sicótico colectivo o algo por el estilo; quizás, experimentando una enajenación o viviendo una realidad paralela en un mundo bizarro en modo historieta de Supermán, al volvernos protagonistas de un poco gratificante espectáculo.

Como un sarcasmo de la vida, nos vemos, sin saber cómo ni desde cuándo ni por qué, remolcando un raro afán de ruptura con la higiene mental, atrapados en un contaminado torbellino que nos fuerza a claudicar ante aviesas maniobras de quienes dominan la geopolítica, que nos empuja cada vez más hacia las siempre escabrosas barrancas del azar.

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Nunca he temido llamarle la atención a alguien, de criticar, de sugerir cosas, de incordiar -lo que me ha metido en más de un embrollo- y, aunque lo he hecho cuando siento es inevitable, creo que hasta me ha llegado a gustar quebrarle el sutil y suave compás de la vida de uno que otro sujeto.

Cónsono con ello y debido a mi congénita malicia, me atrevería a decir -y es que soy realmente atrevido- que negar que la homosexualidad es una desviación de la sexualidad (como la pedofilia, la necrofilia, el bestialismo, el sadomasoquismo y muchas otras, etc.) es como decir que las enfermedades son otra manera de ser y de existir.

Pero, ni modo, al fin y al cabo, la humanidad interpreta lo que le importa y sólo defiende lo que le gusta; pero, no se avergüenza en lanzarse a defender lo que no le gusta cuando, de algún modo, le beneficia.

No se trata de errores o de despistes, como tampoco es frivolidad o ignorancia el adjetivo para definir una actitud intransigente de defensa obligatoria a la homosexualidad, sino el efecto tangible de la evidencia de un pensamiento absolutamente malogrado.

Usted apoya -sí o sí, con jolgorio incluido- a los homosexuales o usted es crucificado inmediatamente por homofóbico. Y no me refiero a cambios de opinión en los individuos, me refiero a cambios definitivos de actitud en la sociedad toda, a cambios profundos en el patrón natural de la mentalidad humana, a cambios de valores intrínsecos de nuestra cultura, cuando se pretende imponernos a la fuerza un séptico diseño de relaciones íntimas como es el de tener sexo con una cloaca dentro de una cloaca.

No cabe duda que, de no gustarle haber apelado desde sus orígenes a un hombre y a una mujer como precepto antropológico inobjetable para perpetuar la especie, a la naturaleza le habría bastado con colocar en el tablero a un diligente e impúdico diablillo hermafrodita al estilo del diminuto pez teleósteo llamado Hipocampo -mejor conocido como caballito de mar- para resolver el dilema.

El hecho de que la homosexualidad exista no significa que sea una conducta sexual normal, como tampoco son normales las anomalías congénitas; y vaya si existen.

No estoy diciendo que la homosexualidad tenga un origen congénito, sí digo que ese tipo de desviaciones -al igual que en el caso de las congénitas-, son producto de prueba, ensayo y error durante millones de años de evolución de modo que, la carga de ADN a transmitir esté libre de toda tendencia de simpatías receptivas hacia las pifias dejadas en el camino y, en su lugar, transfiriendo de generación en generación el rechazo a las mismas para que sólo continúen los más aptos, según el esquema biológico trazado.

Y en eso estamos.

Parecería impensable -pero, no- que, en un vuelco paradójico de la historia, los siquiatras, portadores de conocimientos excepcionales de las interioridades de la mente, prefieran -igual que los patéticos políticos- dejar de ser profesionales tan especiales, sólo para sucumbir ante la depravación de unos desquiciados que han hecho de los excrementos su más exquisita fantasía como aderezo de su propio lecho. ¡Ofrézcome, este cuento si ha cambiado!

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