Al propalar que haitianos en Springfield están comiéndose perros y gatos de sus vecinos, Trump no es sólo torpe y narcisista, sino inmoral (y simplemente genial) al azuzar sin escrúpulos los temores de votantes brutos ante inmigrantes pobres, incluyendo -admitámoslo- los dominicanos.
Los chinos comen murciélagos y ratas, los finos franceses babosas, los vietnamitas perros, los argentinos caballos y los gringos osos y ardillas. Obama reveló en sus memorias que comió perro en Indonesia.
Empero, pese a que la bola trumpista fue un rumor de un incidente mal narrado, es absolutamente cierto que muchos pobres del mundo entero, no sólo nuestros vecinos, acostumbran comer cualquier cosa que camina, nada o vuela. ¡Todo a la cazuela! En el caso de Haití, aparte de la miseria extrema que los lleva a comer galletas de tierra -igual que en partes de África- su creencia en el vudú incluye realizar sacrificios de animales y beber su sangre.
En Santo Domingo, alrededor de construcciones donde pernoctan obreros extranjeros, muchos gatos desaparecen. Igual recientemente en Arroyo Frío, donde hay una creciente inmigración de recogedores de fresas, y en Valle Nuevo.
Es innegable que la cultura haitiana incluye muchos rasgos que provocan rechazo y escándalo entre personas con costumbres, tradiciones y creencias religiosas distintas.
No nos luce alegrarnos de la barbaridad de Trump si creemos poseer criterio y moralidad. Pese a cuán distintos somos de los vecinos, desde fuera nos ven como si fuésemos lo mismo, aunque no lo veamos así.