Uno de los temas que atrae más opinión, críticas, análisis y propuestas –plasmados en millones de palabras que pululan en videos, audios, libros, periódicos, revistas, blogs y otras publicaciones- es el institucional, especialmente enfocado a las debilidades que, históricamente, acusa la República Dominicana en esa materia.
Casi todos los abordajes colocan en el epicentro de esa crisis a los distintos gobiernos que ha tenido el país, culpados –en mayor o menor medida- de convertir las instituciones dominicanas en chiqueros, usarlas como instrumentos a su antojo y mancillarlas.
El discurso sobre el particular es muy activo y constituye la razón de ser de organizaciones de la sociedad civil cuyos fondos financieros –provenientes de fuentes locales y externas- dependen de cuan aguerridas sean en la exposición del problema, donde por cierto está muy ausente la autocrítica.
Me impresiona como, con el comprometedor caso Odebrecht, se exhiben en las redes, y en algunos medios ordinarios, unas oleadas desaprensivas para quienes no tiene validez, ni existe, la presunción de inocencia.
Apuestan por un juicio sumario, con jueces timoratos y aterrorizados por el estado de opinión, que complazcan su determinación y deseo de que a todos los acusados se les ate una piedra de molino al cuello y sean lanzados al mar. La falta de credibilidad en la Justicia, la treta política frecuente y un ministerio público cautivo del poder gobernante, generan estos comportamientos que Atalí llama falta de fe en el Estado.
Sin dudas, la presión social tiene, en este caso, un valor inestimable para que haya consecuencias contra todos los hallados culpables y para que se incluyan en el expediente a personas que la lógica, la coyuntura histórica y el tramo de los hechos demandan su presencia en la justicia, con todo el derecho a la defensa y a un proceso estrictamente apegado a las leyes.