Las ficciones propias son creencias y las ajenas supersticiones. Mis hijos me relajan porque digo que no creo en brujas, pero ¡de que vuelan, vuelan! Tampoco creo que gatos prietos que crucen delante de uno sean algún ominoso signo de que algo malo ocurrirá, pero con felina rareza me sube un escalofrío por el espinazo si avisto un prieto descendiente del Mau egipcio.
Pasar por debajo de una escalera tampoco me inquieta, pero por prudencia estimo mejor no hacerlo. ¿Y qué del inefable descubridor, almirante de la Mar Océana? Mezclar algo tan inocuo como un nombre con supersticiones es absurdo, pero ¿para qué tentar al destino?
Eso de que los palomares o guardar conchas alejan la prosperidad seguramente es otro disparate, pero sé de personas cuya suerte cambió (¡para bien!) al atender esa insensatez.
Tampoco quiero creer, este miércoles 22, que el vudú pueda azarar a todo un pueblo, pero si uno mira hacia el Oeste… ¡Ay, papá! Hasta los números varían allá pues brujean con el 22. ¡Zafa!