La actual coyuntura es especial para la República Dominicana, debido a que su democracia se encuentra a prueba en medio de un ambiente electoral agitado con miras a la celebración de las elecciones municipales, congresuales y presidenciales previstas para el año 2020.
A partir de la reforma constitucional de 2010, muchas cosas han cambiado, entre ellas la creación, a principios de esta década, del Tribunal Superior Electoral (TSE) y el Tribunal Constitucional (TC), y, más recientemente, la promulgación de las leyes 33-18 y 15-19 sobre Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos, y la de Régimen Electoral, respectivamente.
Esto ha significado el establecimiento de nuevas reglas electorales a las que habrán de adaptarse los viejos actores políticos.
Lo anterior es lo que podría explicar el hecho de que diversas organizaciones políticas hayan optado por judicializar la resolución de la Junta Central Electoral (JCE) mediante la cual dispuso la eliminación del arrastre en la escogencia de senadores y diputados en 26 provincias, pero lo mantuvo en las restantes seis demarcaciones.
En medio de expectativas se espera ver cómo fallarán los recursos de que han sido apoderados el TSE, el TC y el Tribunal Superior Administrativo (TSA).
La JCE, órgano responsable de organizar los próximos comicios, ha recibido fuertes críticas en la opinión pública, lo que ha contribuido a disminuir su credibilidad, lo cual no resulta sano en los esfuerzos de fortalecer la democracia dominicana.
El político británico Winston Churchill solía decir que la democracia, en su esencia, era la necesidad de doblegarse, de vez en cuando, a las opiniones de los demás; lo que, en una sociedad dominicana excesivamente politizada, resulta de difícil por parte de los actores políticos.
La democracia exige de tolerancia, de aceptación de las normas y de las decisiones institucionales y jurisdiccionales.
En el caso de la organización, la administración y la justicia electoral, la práctica en la República Dominicana ha sido que cuando no se está de acuerdo con una decisión en la materia, se recurra al descrédito de jueces y funcionarios electorales.
Al efecto, el politólogo alemán Dieter Nohlen ha dicho que “en América Latina es imperioso tomar en cuenta que la justicia electoral no es un oficio rutinario dentro de una democracia establecida basado en una sociedad con fuertes raíces democráticas, sino una agenda en un proceso dinámico vacilante en el contexto de una cultura política generalizada no concordante con los principios éticos que están insertados en el concepto normativo”.
Los partidos y las agrupaciones de la sociedad civil deben asimilar la idea de que los órganos electorales deben dar soluciones a los conflictos, en sus respectivos ámbitos, conforme a la ley, no en función de las decisiones políticas extra jurisdiccionales.
El significado de la democracia electoral debe ser comprendido y asumido a plenitud por los ciudadanos y ciudadanas, especialmente las élites. Se trata del procedimiento legal para elegir a quién debe tomar las decisiones públicas y cómo debe hacerse; y la regla fundamental es el respeto a la mayoría.
De ello habría que establecer que la democracia no es buena ni mala en sí misma, pero constituye el sistema por excelencia para que libremente podamos elegir y ser elegidos, en escenarios en que se toman decisiones colectivas.
Definitivamente, en el país constituye un hecho irreversible la existencia de nuevas reglas electorales, que los viejos actores políticos deben adaptarse para su cumplimiento, y con ello dar un paso hacia el fortalecimiento institucional y democrático.