Con el paso del tiempo, la vida nos confronta con una realidad innegable: ya no somos los mismos de antes. Esa energía desbordante que caracterizaba nuestra juventud, la sensación de que podemos con todo y el deseo de abarcarlo todo empiezan a transformarse, aun cuando nos empeñemos en pensar lo contrario.
Desde hace unos años, en especial este último, estoy entendiendo y aceptando que el ritmo frenético al que solía moverme ya no es sostenible, y con ello me he enfrentado a una toma de conciencia crucial: establecer mis límites. Confieso que todavía lucho con domar mi cerebro para aceptar que ya no puedo hacer las cosas como antes.
Tal vez muchos de los que me leen podrán entender que hay un duelo silencioso que se lleva a cabo en nuestro interior, una especie de nostalgia por la agilidad física, la resistencia emocional y nuestra capacidad de esponja.
Sin embargo, con los años también llega una ventaja inigualable: la madurez.
Esta nos enseña que no se trata de hacer menos, sino de hacer las cosas dentro de nuestras nuevas posibilidades, con más sabiduría y con un enfoque diferente.
La adultez nos revela que nuestros límites no son una debilidad, sino una señal de crecimiento. Ya no es cuestión de lanzarnos de cabeza a cada desafío, sino de tomar decisiones desde una perspectiva más reflexiva.
Esta madurez implica reconocer que no tenemos que probarlo todo, ni demostrar nada a nadie y que elegir nuestras batallas es una señal de inteligencia, no de resignación.
Con los años, también llega el entendimiento de que nuestro cuerpo tiene su propio lenguaje. Lo que antes tolerábamos con facilidad -noches sin dormir, exceso de trabajo, estrés sin pausa- ahora nos pasa factura más rápido. Nuestro cuerpo y mente nos piden calma, y si no escuchamos esos llamados, el precio suele ser alto.
Ser coherentes
Reconocer nuestros límites físicos es un acto de cuidado propio, una especie de reconciliación con nuestro cuerpo que, aunque ya no responde igual, sigue siendo nuestro aliado si lo tratamos con respeto. Ya no se trata de ser incansables, sino de ser coherentes.
Aceptar nuestros límites es un acto de valentía. Significa reconocer que, aunque ya no somos los jóvenes que éramos antes, podemos ser una mejor versión de nosotros mismos, adaptada a nuestras nuevas circunstancias.
En lugar de pelear contra el paso del tiempo, es más productivo abrazar nuestra evolución y vivir desde una perspectiva más consciente, donde nuestras decisiones respeten nuestros cuerpos, emociones y, sobre todo, a nuestra paz interior… porque fragilidad no es sinónimo de debilidad.