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Nuestro insustituible patrimonio cultural

Lisette Vega de Purcell Por Lisette Vega de Purcell

 

Cada día sorprende más y más la expresa ingenuidad o más bien la crasa y atinada ignorancia de algunos funcionarios responsables del mantenimiento adecuado de nuestro valioso patrimonio cultural. Me refiero al discutido tema sobre las Ruinas de San Francisco, uno de los tantos monumentos aún en pie, y el cual nos transporta a la época de la colonia en nuestra ciudad capital, cinco siglos atrás.

Recordando los largos paseos entre las angostas callejuelas adoquinadas, antes magnificadas por mis púberes ojos, y en compañía de mi culta madre con sus increíbles pero explícitas descripciones de cada uno de esos vetustos edificios, no niego que sentí un dolor profundo al comprobar que las ruinas antes mencionadas podrían ser objeto de una transformación certeramente ceñida a las especificaciones ordenadas.

Los arquitectos, encabezados por el español y Premio Pritzker de Arquitectura Rafael Moneo, sólo se adaptaron a las reglas del concurso. Dicha transformación trata de un diseño y función propias de los cánones de reparación y conservación de la arquitectura moderna de alta calidad.

Sin embargo, no creo que llegue a ser éste el proyecto final, considerando todas las vertientes de la ciudadanía y las variaciones que sus protestas influirían en dicho proyecto.

Ahora se desdibuja el beneficio que reportaría este hecho a algún bolsillo presto para recibirlo. Con posiciones discordantes, es innegable que estamos sobre la primera tierra que por azar recibió el proceso de transculturación europea en el Nuevo Mundo (América).

Nuestros descubridores españoles obviaron por completo y destruyeron la cultura paleolítica de nuestros antepasados taínos, pueblo que a la sazón habitaba nuestra Quisqueya, Haiti o Española. Sus bohíos empajados y areítos cantando sus ilusiones e historias bucólicas tomaron la forma de casas coloniales fabricadas en mampostería y los últimos, en “autos teatrales”, tal como el de Cristóbal de Llerena, primera obra dramática escrita en América y el cual era representado en las plazas también en existencia.

No obstante, después de cinco siglos durante los cuales la naturaleza tropical ha vertido todo su dominio, es decir huracanes, tempestades inclementes, terremotos, temperaturas de intenso calor que dan paso a unos aguaceros furtivos, etc. todo lo cual ha logrado su efecto devastador sobre la obra del hombre.

Entonces, ¿podríamos nosotros atestiguar la ejecución de la innecesaria transformación de ese inexpugnable pasado? La esperada respuesta negativa no se debe postergar.

Tomemos como ejemplo las Pirámides y la Esfinge en Egipto, otras estructuras similares en México, Machu Pichu en Perú, el gigantesco Coliseo en Roma; Lutecia, de la que solo resta un solitario patio de tierra y alguno que otro pedazo de piedra intocables en su conjunto preservado, ya que aquí nació Paris; el Partenón en Grecia y finalmente, las Cuevas de Mogao en China, objeto de discusión para el turismo controlado, lo cual evitaría el sacrificio de sus reliquias de la cultura Budista.

Aún más cerca tenemos la Ciudad Antigua en Guatemala, restaurada y conservada con fidelidad realizable a su aspecto original. Pagamos viajes para disfrutar de todo aquello, nos informamos con libros y la tradición oral, sin olvidar la valiosa investigación cibernética del presente al alcance de todos.

Para la República Dominicana, la Ciudad Colonial es el tesoro más preciado de nuestra historia pródiga en avatares y luchas por una auténtica y bien merecida nacionalidad. ¡Salvémosla!

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