Cuenta la leyenda que el partido de los fariseos aún tenía adeptos, y aunque muchos de ellos no se movían a menos que les dieran algunas monedas, un mendrugo de pan y una copa de vino, según admitió el sumo sacerdote, todavía se creían en capacidad de ejercer alguna presión para variar la decisión de los jueces.
Sin embargo, no contaban conque la sociedad estaba muy atenta y que ya Poncio Pilato se había pensionado.
Era primavera y el reinado de la impunidad comenzaba a desmoronarse. Además, los tres mosqueteros y su equipo, que actuaban como un solo cuerpo, eran implacables y tenían todo detallado en 2,120 folios.
Cuando le llegó el turno a Barrabás, los fariseos intentaron reunir al sanedrín en la Casa Nacional, pero desde que un León le destruyera el segundo templo, estaban muy debilitados; antes habían tratado de provocar un motín en la sinagoga y rescatar a su villano favorito, pero fueron dispersados rápidamente por la guardia romana que custodiaba el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva.
Durante uno de sus viajes en burros perfumados y con herraduras bañadas en oro, los fariseos habían escuchado que ese mismo día, en Nuevayol, Donald, un exemperador que lleva el mismo nombre que uno de sus Barrabás (sí, son varios) había denunciado que se trataba de una persecución política una investigación que se le hacía por haber tenido contacto de tercer tipo con una hetaira, entonces dijeron “he ahí la clave, vamos a denunciar que se trata de una persecución política, lo vamos a repetir tantas veces que terminaremos creyéndolo y entonces nos creerán en toda Judea.
Pero la keniana que estaba cubriendo la vacante de Poncio no creía en cuentos de caminos ni en los seguidores del profeta que siglos atrás había advertido que la gente robaba y luego no quería que le dijeran ladrón.
Aquella magistrada, de baja estatura pero de un temple más grande que la catedral, conocía la historia de Barrabás: un ladrón.
Ya tenía la magistrada los testimonios de un bandido arrepentido llamado Franchesco Paganini. Y aunque no era tan serio como Lucas, Juan, Marcos y Mateo, sí conocía a fondo las malas artes de sus antiguos cómplices de fechorías.
Su decisión fue firme y mandó para el calabozo al célebre delincuente y a otro de sus cómplices.
Los demás fueron obligados a permanecer encerrados en sus casas, como leprosos, no vaya a ser que su mal fuera contagioso. Esto hasta el día del juicio final.
Tras el veredicto, los fariseos coreaban fuera del recinto: “¡que suelten a Barrabás!” “Son inocentes”, “nos quieren destruir” y la más desafiante: “¡Somos fariseos y no tenemos miedo!”
Luego se dirigieron al muro de las lamentaciones y allí sus lágrimas fueron tantas que ayudaron a disminuir la sequía, más no sus penas y su frustración al ver que varios de los suyos había sido condenados; otros estaban en desbandada, desorientados, mientras el sumo pontífice salía por un tiempo hacia otras tierras para consultar el oráculo.
Del otro lado de la ciudad, una multitud cada vez más grande gritaba: “¡No suelten a Barrabás! ¡No lo suelten hasta que devuelva el cofre!”