Felipe, su esposa y sus dos hijos pequeños eran la familia número 48 en la fila para cruzar la frontera de Estados Unidos.
Entraron el pasado 30 de abril desde el norte de México, unos días después de salir de su natal Colombia en un intento por ponerse a salvo de las amenazas de grupos delincuenciales locales en la zona del Eje Cafetero.
Con ellos también viajaba el hermano menor de Felipe. Todos arribaron a México como turistas a través de Cancún y de ahí iniciaron la travesía hasta llegar a Ciudad Juárez, pues otros migrantes les dijeron que ahí era más fácil alcanzar el «sueño americano».
Pero se encontraron con la política migratoria estadounidense, que se ha endurecido con normas como el Título 42 que llegó a su fin el 11 de mayo.
Felipe -quien pide no ser identificado por temor a las represalias en su tierra natal- dice que esta experiencia lo dejó marcado de mala manera.
«De verdad, ante el mundo esto es gravísimo. Es una superpotencia mundial pasando por encima de todo el mundo de una manera impresionante. Esto a mí me tiene aterrado, yo no salgo del asombro. En mi cabeza era otra la cultura estadounidense«, señala Felipe.
Él y otros colombianos han denunciado un trato deshumano por parte de los agentes migratorios no solo al ser detenidos en la frontera, sino en todo el proceso migratorio en el que «nunca, nunca», como Felipe enfatiza varias veces, les dieron oportunidad de plantear su caso y pedir asilo.
Fueron deportados con las manos y pies esposados, como «los peores delincuentes», afirman.
Otros migrantes también señalan haber pasado por situaciones similares.
Migración Colombia informó que atiende denuncias de ciudadanos que no recibieron «un trato digno ni respetuoso, mucho menos aceptable».
Por su parte, un portavoz del Departamento de Seguridad Interna de EE.UU. reportó que han tenido que aplicar medidas de «contención» sobre los indocumentados, pero que se toman muy en serio las denuncias.
Este es el relato que Felipe hizo a BBC Mundo vía telefónica, desde un albergue en Bogotá, sobre su amarga experiencia al cruzar la frontera y ser devuelto a su país con otros colombianos.
La familia 48
Salimos como pudimos del aeropuerto de Ciudad Juárez para encontrarnos con un taxi que nos esperaba. Nos dijo que por US$100 nos llevaría hasta una autopista y que de ahí era sencillo: solo cruzar y ya.
Llegamos a una autopista donde hay un caño de aguas sucias, con un olor muy fuerte. Nos dijo el conductor que cruzáramos corriendo porque había oficiales de la patrulla fronteriza mexicana que no se sobornan, que sí retienen a uno.
Una patrulla estaba muy lejos y de una bajamos, cruzamos, yo con mi bebé en brazos, mi esposa de la mano con mi hijo de 10 años y mi hermano con la maleta.
Nos quitamos el pantalón sucio porque de verdad que el aroma era impresionante, los zapatos también, lo botamos al lado del muro.
Y de ahí ya no sabíamos qué hacer, estábamos en un terreno totalmente desconocido. Uno escuchaba que [la Patrulla Fronteriza de EE.UU.] recogía a la gente, pero no había nadie. Nos acercamos a alguien que parecía un militar y le dijimos que éramos colombianos, que nos queríamos entregar porque estábamos huyendo de la violencia. Pero nos dijo que teníamos que caminar a la puerta 40, a unos 6 kilómetros.
El ambiente en ese recorrido es fuerte porque es solitario, ya eran como las 7 de la tarde.
Caminamos unas tres horas, sin agua, sin comida, con las maletas que tenían solo ropa. Cuando llegamos a la puerta 40 había un campamento. Y con suerte alguien se nos acercó y nos dijo ‘ustedes van llegando, párense acá en esta fila porque la patrulla está viniendo a recoger y los está cruzando’.
Éramos la familia número 48.
Solo familias
Ahí empezamos a dimensionar el peligro que estábamos corriendo tan impresionante. Escuchamos historias muy feas. Uno que había vivido en Colombia bien, hasta que empezaron las amenazas, y llegar y escuchar esos panoramas es muy fuerte. Más uno con niños.
Nos decían que había gente que llevaba dos o tres días, principalmente los hombres solos, aguantando hambre. A las familias con niños las recogía la Patrulla.
Todo el mundo sabía que pasaba por ahí una camioneta de un cartel de la droga que estaba esperando encontrar gente cercana al lado mexicano para desaparecerlos.
Ahí había niños solos porque sus papás habían ido a comprar algo a México, en una tienda, para comer. Y pasaban 6, 7 u 8 horas y los niños seguían solos por completo. Muchos pelados así.
Un colombiano tenía una bebida Gatorade. Nos ofreció y le aceptamos un poco, porque allá cualquier mililitro de agua es la gloria. Nos refrescó.
Afortunadamente estuvimos solo como dos horas y la Patrulla empezó a montar familias y alcanzamos a cruzar rápido. Pero dijeron «¡solo familias!», los hombres solos hagan otra fila y esperan, y mi hermano se quedó ahí.
Desprenderme de él para mí fue muy impresionante. Yo lloré, porque era el hermano menor, el que nunca habíamos dejado salir de la casa, el que siempre tratamos de proteger. Nosotros nos montamos en la patrulla y no volví a saber absolutamente nada de mi hermano. Esa fue la angustia más impresionante.
Antes de subirnos al carro nos dijeron que no podíamos llevar nada. Solo documentos, teléfono, cargador y alguna argolla o arito. El resto, como los pañales que llevábamos, el agente decía que nada de eso le interesaba.
«A ellos no les interesa nada»
La incertidumbre que sentíamos era gigante, porque desde ahí no sabíamos qué iba a pasar. Cruzar no es garantía de que uno vaya a entrar en Estados Unidos. Ahí no hay certeza de nada.
A ellos no les interesaba ni poquito que hubiera niños. Gritaban. Si te tenían que empujar, te empujaban.
Llegamos a un centro de detención a unos 10 minutos de la frontera, a unas jaulas con maya de hierro, donde hacen un prerregistro. Una mujer llegó a gritarnos ‘¡Quítense los cordones de los zapatos, quítense los cinturones, no quiero ver nada de eso! No respondan, les dije que lo hagan, ¡están muy lentos!’
Nos tomaron huellas, una foto. Las cédulas [de identidad] las pasamos y ellos nos las botaron. Yo hubiera preferido botar la cadenita que llevaba que el documento de identidad que va a necesitar uno.
Luego nos montaron en un bus extremadamente frío. Eso fue impresionante, querían que nos congeláramos. Ahí perdí la noción del tiempo, estábamos agotados y caímos profundo en el sueño. Solo nos despertaban movimientos bruscos.
Dejaron a los hombres solos en un centro de detención y a las familias nos llevaron a otro, donde nos quedamos. Ellos así le llaman, centro de detención, pero es una cárcel para familias. Era una tienda de campaña grande, gigante. Era lunes 1 de mayo, como a las 5 am.
El trato seguía siendo maluco. Nos hicieron botar el abrigo, las medias, todo a la basura. Solo nos quedamos en jeans y camisetica. Tres o cuatro horas sin agua, sin comida, los niños llorando del hambre. Y ahí no te puedes parar porque te gritan. Si los niños lloraban, decían ‘¡calle a su hijo!’.
Nos mandaron a las duchas y nos daban ropa de cualquier talla. Usted parecía un loco con ropa grande o un regañado con ropa pequeña.
«Esto es inhumano»
Nos distribuyeron en los cuartos y lo primero que hicieron fue separarnos. Mujeres y niños en el cuarto 31 y los hombres en el 33. ¿Y quién puede refutarles algo? Ahí nos tuvimos que quedar.
Fueron nueve largos días.
El primer día, uno con hambre, nos llevaron burritos, manzanas y juguito de manzana. Y comimos. Pero el desayuno es eso, el almuerzo es lo mismo y la cena es lo mismo. La toleramos el primero y el segundo día. Ya el tercer día los niños estaban con vómito, con diarrea, mal. Prácticamente deshidratados.
Uno de grande aguanta un poco más. Pero después del tercer día ya no podíamos comer. A veces había un sándwich con pollo y mortadela y uno lo destapaba y se veía el pan como con láminas de moho, de comida deteriorada y prefería botarlo que una enfermedad más peligrosa.
Mi niño pequeño siempre se la pasó con agua y con papitas fritas Lays, saladas, que lo deshidrataban.
Yo podía verlos a través de una lámina de la puerta, pero realmente no podía hablarles. Si les hacía señas, los guardias venían ‘¡Siéntese, siéntese!’. Y yo le decía que mi niño estaba enfermo, cómo no va a preocuparse uno, pero regañaban.
Mi esposa me contó que en una ocasión, llegaron a repartir comida y mi bebé tocó una caja, estaba jugando. Y el oficial, desgraciado, le quita la mano y le dice a mi esposa ‘Desde pequeño le están enseñando a robar’. Cómo puede decirle eso a mi hijo.
No había colombianos que fueran con la intención de matar o de robar o ser mantenidos. Y recibir este tipo de tratos. Esto es inhumano.
Había sanitario y lavamanos adentro de los cuartos. Y pues eso no es muy beneficioso. Si fuera mío, lo mantendría ordenado. Pero allá está uno compartiendo el cuarto con todo el mundo. Gente de todos los países latinoamericanos.
En nueve días no pudimos lavarnos los dientes, no pudimos cambiarnos de ropa interior, no pudimos bañarnos. El acceso a la salud es limitadísimo, incluso para los niños enfermos.
Nunca, nunca
Nunca, nunca tuvimos la oportunidad de presentar nuestro caso. Un oficial lo único que venía a preguntar era si teníamos el esquema de vacunación covid completo.
Cuando llegaba un agente de migración, llamaba a tres. Pero nunca supimos si se iban a su país, o para dentro de EE.UU. En esos nueve días nunca me pude comunicar con mi familia, nunca tuve acceso a una llamada telefónica.
Nunca pude saber cómo estaba mi hermano. Nunca supe sobre mi caso, si calificaba para el asilo.
Yo me preguntaba ‘cómo van a saber de mi caso si nunca me preguntaban si corría riesgo en mi país, si requería algo’. Ese derecho fue totalmente nulo.
Nunca tuvimos acceso a la información de cada uno de los proceso. Y uno no preguntaba porque no sabíamos cuándo podía darse la entrevista para el proceso.
Ahí era una tortura mental.
«Prepárense, que ya se van»
Desde el día cuarto, a mi esposa la cambiaron con los niños a otra habitación. Ahí no la volví a ver ni a saber cómo estaban.
Y el domingo 7 de mayo quedábamos seis familias colombianas. Éramos como 50 colombianos en ese cuarto y ahí sí que empezó la angustia porque no sabíamos si era malo que nos tuvieran a los colombianos retenidos. O si era bueno.
El día martes a las 3:30 pm nos dicen ‘Prepárense que ya se van’. Y no cabíamos de felicidad. Recogimos todo, oramos, felices porque pensábamos que nos íbamos a quedar en Estados Unidos. Pero realmente lo pensábamos por mucha fe, no porque nos los hubieran dicho.
Vinieron y nos sentaron al lado de nuestras esposas. Los de una familia detrás de nosotros comenzaron a angustiarse mucho y empezaron a preguntar que qué pasaba, que si nos iban a devolver. Y llegaron policías y amedrentándonos nos dijeron que nos quedáramos callados.
«Ustedes van para otro albergue para ser procesados, este albergue está muy colapsado, aquí va a ser imposible procesarlos a todos. Allá van a hacer una cita con un juez y los van a liberar a EE.UU. Acá nadie va a ser deportado», dijo.
Vimos que llegaron unos buses y empezaron a llamar a unas 10 familias. Escuchamos que afuera había gritos. Y la familia de detrás nuestra, la alterada, comienza a gritar «¡Están gritando, ¿qué está pasando? Nos van a deportar».
Claro, llegaron los policías a callarnos. Y se acercó uno a decirnos que los estaban esposando porque hacía poco en un avión hubo una protesta, una trifulca, y en EE.UU. no se puede hacer eso en los aviones. Que era por seguridad de ellos y de todos.
Afuera en los gritos estaba una mamá con unos gemelitos y uno de esos niños de pronto cae al piso, como paralizado. La mamá empieza a gritar. Yo no sé si tenía alguna condición o patología. Y el agente de migración sale diciendo «Es que ese es el show para quedarse en mi país y ustedes no se van a quedar en mi país».
Y así empezaron a sacar a todos.
«Veníamos esposados»
A mí me esposaron y me pusieron una cadena al abdomen y me pusieron los grilletes en los pies. A mi esposa también, con el bebé en las manos. Y nos subieron al bus.
Salieron seis llenos de familias colombianos. Creo que era el aeropuerto de El Paso, Texas.
Nos montaron en el avión y hubo un disgusto feísimo con un señor al que le empujaron a una de sus hijas menores y él reaccionó, no de la mejor manera. Y toda su familia intercedió y yo no había visto tantos oficiales, de esos gigantes y acuerpados, con una trifulca bien fea. Fue muy fuerte.
Pero al final lo entraron y lo dejaron al frente.
Y la incertidumbre seguía, ¿nos van a deportar o qué? Un oficial decía que sí, otro que íbamos a un albergue de Laredo. Otro dice que no es así. Nunca supimos qué iba a pasar.
Si a uno le dijeran que no pasó los filtros para el asilo, bueno uno dice listo, no se puede hacer nada. Uno entiende, somos personas civilizadas.
Nada, nunca, cero.
Supimos que estábamos en Colombia cuando aterrizamos y vimos que era Bogotá.
Antes de bajarnos del avión y muy a escondidas nos quitaron las esposas y nos entregan las pertenencias que nos habían retenido. Muchos dicen que el dinero no estaba completo, que se les habían perdido pertenencias.
Nuestros teléfonos y las argollas ahí estaban.
Les dije a los funcionarios de Migración y de la Defensoría del Pueblo que veníamos esposados y dijeron que no sabían que veníamos, así que solo les dijeron que solo un señor traía esposas de plástico.
Hombres y mujeres veníamos así, incluso le iban a poner a una señora que venía con embarazo. Y ella no lo permitió, les dijo que no fueran inhumanos.
Una superpotencia mundial pasando por encima de todo el mundo
Nosotros partimos de acá con un objetivo para mejorar la vida de nuestros hogares. Y que no se cumpla, claramente va a ser frustrante.
Cuando me bajé lo primero que me encuentro es un funcionario de Migración Colombia que me dice ‘Bienvenido a Colombia, ya estás a salvo’.
Yo me puse a llorar a full. Al final yo sentía en el fondo tranquilidad, porque de alguna manera regreso al calor de mi tierra y la cordialidad de mi gente.
Había familias trabajadoras, muchos eran estudiantes, muchos eran profesionales, como mi esposa. Muchos tenían trabajo en Colombia. Otros se habían ido por situaciones que no se podían soportar.
Pero en esos centros de detención se violan derechos fundamentales. Pasan por todos esos derechos que no me los inventé yo, son derechos internacionales y ellos los vulneran.
De verdad, ante el mundo esto es gravísimo. Es una superpotencia mundial pasando por encima de todo el mundo de una manera impresionante. Esto a mí me tiene aterrado, yo no salgo del asombro.
En mi cabeza era otra la cultura estadounidense. Yo pensaba que cuidaban a los niños, a las mujeres, y en ningún momento eso se vio reflejado en esos centros de detención.
Si esa es la puerta de entrada, yo no me imagino la xenofobia que se debe vivir en otras ciudades.
Llegamos allá de manera ilegal y no está bien. Pero no es un daño que le estuviéramos haciendo a alguien. Estábamos en una condición especial. Y es lo más ilegal que he hecho en mi vida.
Yo soy un hombre trabajador, de casa, nunca he sido de vicios. Soy de leer, de ver noticias. Y que a uno lo esposen así, que lo sacaran de esa manera. Incluso estando ahí adentro, respetaba sus leyes.
Muchos tenemos deudas, muchos sin casas. Nosotros tuvimos que vender todo. Estamos en Bogotá varados, no sabemos a dónde llegar.
Mi hermano nunca quiso irse. Lo llamé y dijo que lo devolvieron antier [8 de mayo]. Está súper enfermo, tiene un ojo inflamado, tiene una tos impresionante. Por las condiciones en las que está uno en esos centros de detención.
Su relato es súper diferente al mío, ya que los hombres solos son más crueles.
Yo quisiera llegar ya a mi casa.