La precariedad de los servicios médicos se remonta a tiempos inmemoriales. Las prestaciones de estas asistencias por parte del sistema de salud y de profesionales de la medicina son ahora, sin embargo, totalmente diferentes. El sector ha logrado una impactante transformación que lo ha convertido en una “tasita de oro”, si comparamos con la práctica médica de unas cuantas décadas atrás en el país.
Hasta hace cierto tiempo el común de los dominicanos recurre a curanderos, brujerías y otras experiencias para buscar su salud, lo cual contribuyó mucho al aumento de la mortalidad en nuestras poblaciones, especialmente de las zonas remotas.
En lo que respecta a la práctica médica, sin embargo, esta ha sufrido una revolución en los últimos tiempos. Las transformaciones se manifiestan no solo en el ejercicio, práctica y asistencia social sino que, además, se registra como un salto a nivel científico y tecnológico que impacta esta disciplina académica en el país.
Estos avances se pueden apreciar con solo observar los grandes y modernos centros médicos públicos y privados que se construyen en la capital, Santiago, Punta Cana (Higüey) y otras zonas. También en la práctica de cirugías avanzadas no convencionales, como son las de corazón abierto, hepática, caderas, rótulas y de otros miembros del cuerpo humano.
Para nadie es un secreto que nos hemos convertido, como país, en un importante destino para el turismo médico. Son cientos o tal vez miles los extranjeros que nos visitan para someterse a delicadas intervenciones quirúrgicas, odontológicas, estéticas y otras áreas de la ciencia médica. La nueva realidad beneficia a la economía con aportes que son cada vez más importantes, específicamente en divisas.
Pero no siempre ha sido así. La ignorancia y las malas prácticas médicas primaron por muchos años entre los dominicanos. Los distintos gobiernos han realizado inversiones y con ellas aportes tangibles e intangibles que contribuyen a este crecimiento (en calidad y cantidad) de la práctica médica a nivel nacional.
Hay que reconocer que estos cambios comenzaron en el régimen del dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina. La práctica médica era muy limitada antes de la dictadura e imperaba entre los ciudadanos las creencias mágico-religiosas y las brujerías como alternativa para curar las enfermedades.
Fue en el régimen de Trujillo que se comenzaron a construir hospitales regionales y el sistema de servicio-médico social del Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS) constituyéndose en las fuentes que facilitan la asistencia médica a los dominicanos.
Para la región Sur se construyó el hospital regional Juan Pablo Pina, en la provincia de San Cristóbal. Nos contó mi padre Eloy Reyes Gómez que a este centro acudían a diario decenas de personas de distintas comunidades sureñas en busca de salud para ellos o para algunos de sus parientes.
Relató que en una ocasión él llevó allí a mi hermano Bernardo a realizarse una cirugía para corregir una hernia en uno de sus testículos. La lesión le había ganado a mi hermano el mote de “Cojón Gadé”, debido a que tenía exageradamente abultada esa parte de su cuerpo.
Mientras hacía su turno para fijar la fecha de la cirugía a Bernardo llegó un militar acompañado de su padre, el cual tenía un visible deterioro de salud. El soldado reclamó que se atendiera de inmediato a su pariente, pero médicos y enfermeras les explicaron que no era posible porque habían otros pacientes en turno, por lo que debía esperar.
El militar tronó en voz alta. Formuló su demanda de manera enfática e insistente. Trataron de calmarlo, pero el militar insistió:
-“Yo soy un guardia del jefe, exijo un mejor trato…”. –“Si no me atienden ahora mismo voy a denunciar esto ante el mismo generalísimo Trujillo”. Vociferó –en medio de un prolongado y extenuante silencio- que él personalmente informaría sobre este mal servicio que decía se daba en el hospital, además de un alegado irrespeto a los militares. -“Esto tiene que saberlo el jefe, están negándole asistencia médica al padre de un guardia…”, enfatizó.
Todos sabían lo que implicaría una denuncia de esta naturaleza ante el jefe. El hospital Pina era su hechura, un estandarte del cual se vanagloriaba, ya que era su orgullo no solo por el servicio que prestaba a los sureños, sino por ser un centro especial que el tirano había construido para beneficio de los sancristobalenses.
-“Ese es el hospital del jefe”, decían los parroquianos del Sur cuando cruzaban en guaguas de pasajeros por el frente del centro de salud en sus viajes a la capital o cuando regresaban a los pueblos de la región.
Rato después, y en medio de un silencio expectante, un médico salió de su consultorio y se acercó al militar, diciéndole:
-“Señor, señor, ya cálmese, traiga al paciente, ya lo vamos a atender. Entre por aquí por favor”. El galeno, acompañado de un enfermero y dos enfermeras, trasladaron al padre del militar, el cual lucía desnutrido, desmejorado y en aparente estado avanzado de su enfermedad.
Los galenos procedieron a atender al paciente proveniente de un lejano poblado de la zona fronteriza con Haití. Momentos después el militar fue llamado por el equipo médico, luego de lo cual éste salió con ojos llorosos acompañando el cadáver de su padre ya inerte, tendido en una camilla, envuelto en una sábana blanca y de cara al cielo. Él, desconsolado, daba gritos estremecedores, su progenitor había muerto.
“No fuerce con los médicos”, decía nuestro padre después de contarnos esta triste y aleccionadora historia. A mi hermano Bernardo, apenas un mozalbete, le hicieron su cirugía de hernia en un testículo y salió bien. Éste creció y dejó de ser “Cojón Gadé” y pasó a ser “Behín”, quien se “metió en mujer” y tuvo entonces que engancharse a la “guardia del jefe”. Después fue llamado “Espejo” o “Espejito”, primero como un afanoso síndico de Vicente Noble (por el apellido, Espejo El síndico) y después como entregado combatiente constitucionalista.
El tiempo pasó. En Tamayo se instaló un consultorio que era atendido por médicos y por “paramédicos”. Algunos eran del propio pueblo (don Otilio Pérez y el doctor Gerineldo Michel, etc.) y otros enviados desde la capital. Este centro evitó que los habitantes de Tamayo y comunidades aledañas atendieran sus dolencias sin tener que trasladarse a los centros de salud de Barahona y al hospital Pina de San Cristóbal. Allí acudían moradores de Monserrate, Batey Santa María, Bayahonda, Guanarate, Santa Ana y otras localidades.
Al mismo se presentó un día, como muchos otros, el señor Nicasio, un campesino de machete al cinto, ropa de trabajo y chancletas. Procedía de la comunidad de Guanarate y llegó montado en un famélico burrito de estropeada montura y cerón lleno de sueños.
El médico Julio Kaluche, de clara ascendencia árabe, llegó al poblado procedente de la capital y comenzó a atender a pacientes que se presentaron con innúmeras dolencias. El galeno asumió con dedicación su trabajo cada día más demandante, acompañado de Nidia, una enfermera del lugar.
-“Doctor, siento fuertes dolores aquí, en la barriga”, dijo Nicasio.
-“A dónde le duele, vamos a ver, vamos a ver señor”, le preguntaron. Acto seguido el paciente comenzó a explicar sobre sus dolores, siéndole recetado y entregado varios medicamentos para su sanación. A partir de entonces Nicasio se trasladó día por día al dispensario.
El doctor Kaluche, hombre cincuentón de tez blanca, calvo y de abultada barriga, iba todas las tardes después de agotar su faena laboral, al colmado de mi padre Eloy, ubicado en la calle 10 de marzo casi esquina avenida Libertad, frente a la entonces tienda del comerciante Nayo Méndez, y cerca de dónde operaba el dispensario.
Cada tarde estos –el médico y mi padre- conversaban sobre temas disímiles, entablando una inesperada, pero afectuosa amistad. En tanto hablaban, el facultativo consumía tragos de ron que pedía fiado en el colmado. Mientras bebía y hablaba de manera efusiva, éste fumaba sin control cigarrillos marca Crema como si fuera “un murciélago”. No terminaba uno y ya encendía, según pude observar. Casi siempre dejaba un rincón del negocio lleno de colillas que luego me tocaba a mí o a mi hermana Aida recogerlas, causandonos “esteriquitos”.
Kaluche se refirió, a veces con preocupación, sobre el paciente Nicasio. Se quejaba de que éste iba todos los días al dispensario, cada día con una dolencia diferente. Le receta un medicamento para un problema de un pulmón y al otro día se aparece diciendo que no era eso, que le duele una pierna o una arritmia cardíaca.
-“Un día le pasará algo…”, comentó el galeno a modo de advertencia.
-“Doctor, mire ahora es el brazo izquierdo y la espalda que me duelen”, expresó por enésima vez el paciente.
-“Pero te di ayer mismo unos analgésicos, espera a que te hagan efecto”, le dijo el médico. –“Deja que los medicamentos te curen”, enfatizó.
El doctor Kaluche contó que ese paciente lo tenía al borde de la desesperación y no encontraba qué hacer, a veces –agregó-quería esconderse cuando le veía llegar. -“Ahí está de nuevo ese hombre, me está fastidiando”, expresó éste a la enfermera. –“Tú verás, tu verás”, espetó.
No habían pasado dos días cuando vio a la gente correr hacia el consultorio. Los vecinos tenían la costumbre de ir a curiosear por las ventanas desde que se informaba que había fallecido una persona en ese centro de salud, el único que existía en la comunidad.
-“Se murió un hombre en el dispensario. El venía todos los días a chequearse…”, comentaban conmovidos los vecinos.
Lo único que se sabía era que se le había inyectado para sanar de sus dolamas. –“Verás, verás, se va a curar, tú verás…”, decía el médico mientras le inyectaba, tras lo cual su cuerpo comenzó a temblar y convulsionar. -“Sabía que te iba a joder, jode demasiado… Algo te iba a pasar, ahí tiene, jódete ahora…”, decía molesto el galeno.
-¡Aaay doctor me muero!, ¡me muero doctor! ¡No me deje morir, doctor!, exclamó desesperado mientras su cuerpo temblaba.
El doctor Kaluche puso otra inyección al paciente que literalmente hizo que cayera en un sueño profundo que le mantuvo “tieso” durante horas en la camilla del consultorio. La enfermera dándolo como un hecho perdido lo tapó al paciente con una sábana blanca. La gente se aglomeró para observar por las persianas el cuerpo inerte de Nicasio como si se tratara de un espectáculo.
A eso de las cuatro de la tarde el hombre despertó, miró azorado para uno y otro lado cual “guinea tuerta” como si despertara de un sueño: -¡Se despertó el muerto! ¡Se despertó el muerto!, gritaban los curiosos llenos de espanto. La noticia se propagó rápidamente por toda la población. –“Estaba muerto y se levantó de nuevo”, comentaban.
Nicasio se puso de pies y corrió hacia su borrico, se montó y lo echó a correr hasta llegar a su comunidad de Guanarate. Cuentan que éste nunca más volvió por el consultorio. Aquella experiencia hizo, en tanto, que el doctor Kaluche emprendiera su regreso a la capital.
Pasado el tiempo, yo regresaba de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) donde estudiaba Comunicación Social y me encontré con Kaluche en el frente de la Puerta del Conde. Me reconoció, se acercó a mí y me preguntó por mi padre. En la conversación hicimos referencia a aquel incidente y él decidió revelarme un secreto:
–“Mira, te voy a revelar esto, aquí entre nosotros dos, realmente no soy doctor, yo soy médico veterinario, mi especialidad es la veterinaria”.
Kaluche vio que cambié de semblante mientras hacía esta revelación. Recordé que mi padre y una buena parte de mi familia lo atendieron en el consultorio.
-“Sé que te parecerá extraño. Pasaba entonces una situación difícil. No tenía empleo aquí en la capital y un amigo me preguntó si quería ir como encargado del consultorio médico de tu pueblo, y acepté”.
-“Esa es la historia, esa es la historia amigo…”.