De conformidad con la Constitución de la República, el funcionamiento de los partidos políticos debe fundamentarse en una serie de principios que prioricen el respeto a la democracia interna, la transparencia y la defensa del interés colectivo.
Los partidos, agrupaciones y movimientos políticos cargan, además, con el mandato constitucional de garantizar la participación de ciudadanos en los procesos políticos que contribuyan al fortalecimiento de la democracia; contribuir, en igualdad de condiciones, a la formación y manifestación de la voluntad ciudadana, respetando el pluralismo mediante la propuesta de candidaturas a los cargos de elección popular, así como servir al interés nacional, al bienestar colectivo y al desarrollo integral de la sociedad dominicana.
Todo lo anterior implica que la ética se constituya en un referente transversal que sirva de guía del ejercicio de la actividad política dominicana. Pero del dicho al hecho existe una enorme brecha, porque, históricamente, el poder político ha corrompido las reglas democráticas a través de la transgresión de los linderos éticos y morales.
Esta práctica produce un daño irreparable a la democracia. En lo particular, eso me deja un sabor a hiel, en vista de que la democracia no puede asumirse como una mercancía cuyo precio dependa del mercado y de su valor de uso, sino verla como un conjunto de valores y principios para la buena gobernanza, la paz y la convivencia de los pueblos.
El sistema democrático dominicano hace tiempo que luce estancado, alejándose cada vez más de esa ética de la responsabilidad y de la convicción de que hablaba el sociólogo y filósofo alemán Max Weber.
Esto quedó evidenciado durante el proceso electoral de las pasadas elecciones municipales, congresuales y presidenciales, en el hecho de que muchos dirigentes políticos se colocaron en una especie de Mercado Persa, vendiéndose al que mejor podía pagar, que siempre será el oficialismo.
Hay que establecer claramente lo siguiente: No hay democracia fuerte sin ética política. Hay, sí, ética sin democracia, pero no democracia sin ética.
Esto encajaría dentro del ámbito de la ciencia y del pensamiento complejo, debido a que puede comprenderse la existencia de una ética sin democracia, pero lo que no puede haber, en sentido riguroso, es una democracia o algún otro régimen político privados de un sustento ético.
La ética es una concepción valorativa de la vida, un sistema de creencias o una escala de valores socialmente compartidos, que animan la interpretación de la realidad y que subyacen a las diferentes formas de organización institucional que una sociedad decide darse en un determinado momento histórico.
Otro ejemplo está cuando un partido en la República Dominicana no administra adecuadamente los recursos económicos provenientes del Estado o los recibe de fuentes oscuras, se aparta de la ética y de la democracia, que requieren de sólidos fundamentos éticos.
Y entonces, ese financiamiento no tiene razón de existir en la política.
Los partidos políticos no son ajenos a que la moral democrática tiene su verdadera expresión en la ética ciudadana y en el comportamiento de la política y de los políticos, que, en muchas ocasiones, hay que reconocer, se apartan de los límites de la prudencia.
La buena política, la que conduce al bien común y a la correcta administración y a la convivencia social y pacífica, justa y próspera de una sociedad, se guía por principios de solidaridad, justicia y responsabilidad; no por existencia sine qua non de recursos financieros para ser debidamente viabilizada.
A la democracia dominicana hay que agregarle, sin dilación, el valor de la ética política.