La muerte en custodia policial de tres ciudadanos ha vuelto a poner sobre el tapete el problema de la violencia policial.
Es la enésima vez que ocurren ambas cosas, aunque no siempre van unidas. Lo cierto es que, pese a nuestro siempre renovado empeño en olvidarlo, la Policía Nacional se obstina en recordarnos que es una institución divorciada de los valores democráticos que decimos valorar como sociedad.
No se trata, como intentan decir algunos, de una crítica a los policías. Es claro que ser policía es un trabajo peligroso, mal pago y, sobre todo, ingrato.
La inmensa mayoría de las personas que lo ejercen quieren aportar con su trabajo a una mejor sociedad.
Pero la institución a la que sirven no responde a su vocación de servicio. Muy por el contrario, la aplasta cuando tiene oportunidad de hacerlo. El problema de la Policía no son sus miembros entre los que hay de todo, como en las viñas del Señor.
Lo que sí ocurre es que la cultura policial dominicana incentiva los peores comportamientos. Eso es lo que explica que los abusos sean tan frecuentes y flagrantes. La muerte a golpes de tres detenidos es, hasta prueba en contrario, responsabilidad de sus guardianes. Por el momento, todo parece indicar que en los tres casos fue la consecuencia de abusos.
No podemos seguir esperando a que este problema se arregle en forma espontánea. Está demasiado enraizado y se fundamenta también en el abuso contra quienes deben ser los protagonistas de la solución: los propios policías.
El liderazgo debe venir de la sociedad y, sobre todo, del Estado y el Gobierno.
No es la primera vez que nos vemos en esta tesitura, ni será la última. Esto seguirá ocurriendo mientras no nos liberemos del temor a que remover el altar policial sólo empeorará las cosas. Continuar por ese camino sólo profundizaría la espiral de violencia que, de no detenerse, tarde o temprano nos arrastrará a todos.