MANAGUA, Nicaragua. Cuando uno medita de manera sobria y sin prisas en los destinos de la República Dominicana es natural que llegue a la conclusión de que, pese a los avances logrados, es preciso continuar sin tomarnos un respiro ni perder un segundo.
Medito con frecuencia en el estado de limitaciones e impotencia que significaron para todos esos meses y años terriblemente traumáticos y amargos de la pandemia. El peligro latente en todas partes.
Recuerdo las largas filas de personas en los supermercados, las ferreterías, los bancos, las clínicas, los hospitales, las farmacias para proveerse de artículos fundamentales. La espantosa confusión reinante. Los empleos que se perdían día a día, los conflictos entre los ciudadanos que se negaban a acogerse a los toques de queda decretados por las autoridades, aquellos hombres y mujeres que iban de casa en casa repartiendo alimentos; los elevados costos de la comida, de las medicinas, de los combustibles.
A meses, casi años de esos días tan duros, uno mira hacia atrás y debe darle gracias a Dios por los empeños de las autoridades encabezadas por el nuevo presidente, Luis Abinader, por una clase médica valiente y decidida, por enfermeras y paramédicos, por los hombres y mujeres de uniforme, por funcionarios y personas que, a todos los niveles, arriesgaron sus vidas, familias y salud para vencer ese flagelo equiparable con una maldición bíblica.
No obstante, creo que los daños provocados en la mentalidad de muchos dominicanos en esos meses de dolor, angustia, desconcierto y desesperanza no han desaparecido del todo.
Resulta imposible y muy difícil olvidar la depredación, los robos, los abusos, los niveles de degradación a que fue arrastrado el país y el pueblo gracias a uno de los ejercicios oficiales más corruptos que se recuerde en toda nuestra historia.
Nunca antes se observó en República Dominicana un nivel de degradación, bajeza y desconcierto tan extremos como los que vivimos en esos días previos a las elecciones que vinieron a significar, gracias a Dios, un corte brusco de una de las época más desgraciadas y amargas que han vivido y sufrido los dominicanos en toda su historia. Conviene que no lo olvidemos.
Incluso, la degradación reinante vino a transformarse en un impulso decisivo para que el pueblo unido en torno al presidente Abinader se decidiera por enfrentar sin miramientos unos niveles de decaimiento moral como no se recuerda en toda nuestra historia, ni siquiera en sus épocas de mayor decaimiento.
Gracias a Dios, estas nuevas autoridades han dado pasos firmes hacia el restablecimiento de la normalidad y el desarrollo. Los resultados de esos esfuerzos son más que evidentes.
Lo definitivamente cierto es que es imperativo reprogramar muchos aspectos de nuestra vida pública para evitar que esos males vuelvan a repetirse. Y es preciso combatir sin tregua a los remanentes de esos entonces y a los males tan arraigados que dejaron como una herencia maldita.
El más importante paso ha sido la independencia del poder judicial. La generalidad de las instituciones ha sido sometida a una revisión y mejoría profundas. Un concepto claro y definido sobre las relaciones con Haití resultan decisivos para el futuro nacional.
El dominicano ha sido colocado, nueva vez, como el objetivo esencial de los esfuerzos positivos y de recuperación del Estado. Reparto de tierras, mejora significativa en clínicas y hospitales, esfuerzos encaminados a elevar los niveles educativos, la honestidad rigurosa en las practicas del Estado y sus finanzas, ayuda sostenida a aquellos sectores marginados.
Hay muchas áreas en las que es preciso intervenir y hacer sentir la decisiva influencia del Estado como por ejemplo el relativo a las conductas antisociales. No se puede descuidar la salud física y mental de un pueblo que acaba de vivir uno de sus peores traumas.