Ni gratis

Ni gratis

Ni gratis

Vladimir Tatis Pérez

Era un bar de Carabanchel. Era un domingo de otoño y también eran casi las diez. Una luna crecía y con pesadez se ocultaba por el cipresal del cementerio San Justo. El humo de los que fumaban en la puerta penetraba al bar sin permiso quebrando sueños, voces y fracasos.

Incluyendo al camarero, se podría contar ocho o nueve personas. El más joven de todos jugaba en la máquina tragaperras. De vez en cuando, la golpeaba a patadas al ver que no le devolvía el dinero. “¡Avance, un, dos, premio!”. Un partido de futbol en la televisión que nadie miraba. En la esquina de la derecha una pareja acordaba el precio de unos cuantos besos. La mujer, sonriendo con picardía, giraba el cenicero con un dedo, mientras el hombre le susurraba al oído la cantidad ofertada. Y estaba ella, Paloma, celebrándoles los chistes machistas a dos hombres sentados casi en la entrada del bar. Uno encendía y apagaba un mechero, el otro cortaba en tres una raya de cocaína.

Al otro lado de la barra Juan acomodó el taburete, exhaló lo que le quedaba de humo, escupió con desgano y terminó el ron que le restaba en el vaso. Iba vestido con su mono de trabajo, aunque era domingo. Ojos de sapo y barriga como un barril de cerveza. Su rostro siempre cansado.

–Hola, mi amor –saludó Paloma antes de bajar las escaleras del baño.

–Hasta luego –dijo Juan con desgano.

Ella se detuvo:

–¿Hasta luego? Bueno, que no me voy a ir por la taza del váter.

–Nunca se sabe –dijo él con sorna y sin mirarla.

Pidió otro trago alzando su regordeta mano y volvió escupir al suelo.

–¡Qué te den, idiota! –masculló ella y desapareció por las escaleras. Bajó como si hiciera el amor con cada peldaño al pisarlos.

–Que polvalzo tiene la tía esa –dijo el amigo de Juan liando un porro–. Si se dejara, la pongo mirando pa´Cuenca.

–¡No me joda, si por diez euros se acuesta contigo y el resto de tu familia! ¿No lo sabías?

Abajo solo había oscuridad, trastos almacenados y un olor indefinible, casi irrespirable. Un ruido y varios movimientos detrás de unas cajas de cerveza amedrentaron su deseo de orinar. “Aquí me hacen de todo y nadie se da cuenta”. Miró hacia arriba y escuchó las risas y conversaciones de los parroquianos. Dio varias veces al interruptor de la luz, pero continuó en penumbra. Con agobio encendió un mechero y se metió con prisas al baño. Cerró la puerta. La llama le tiñó el rostro de color ámbar y empezó a orinar equilibrándose para no caerse, no sentarse, ni mojarse, pero antes del minuto soltó el mechero, maldijo varias veces al sentir el ardor del fuego. Lo buscó tentando con la mano. Solo palpó papeles, colillas de cigarrillo y preservativos usados. Resopló. De pronto se cayó una botella. Creyó escuchar murmullos y luchó para no caerse en la huida.

Arriba el joven continuaba en la tragaperras sin ganar dinero, ya la pareja de la esquina había acordado un precio y no estaban. El partido de futbol estaba en los minutos de descuento. En una mesa cuatro jugaban casino con unas cartas tan viejas como ellos. Juan permanecía aferrado a su trago, contándole, entre risas, al amigo la primera vez que estuvo con ella:

–Una noche me vino con una receta médica de su hijo supuestamente enfermo, pidiéndome para comprarla. Le dije que no tenía, pero me ofreció tener sexo por solo diez euros. Y aunque hacía más de un mes que no me acostaba con mi mujer, le di el dinero sin hacer nada con ella.

–¿Qué no?, no te creo, macho –rió el amigo.

–Pero la segunda vez que me vino con el mismo cuento sí que se la metí hasta el cerebro. Nos fuimos al lado del cementerio y ahí dale que te pego. Pin pan, pin pan, no veas como la puse… Pero luego tuve un sueño, un sueño raro que se repetía cada noche. Soñé que cada vez que se la metía engordaba, cada vez que la miraba pidiendo dinero para el hijo que no existía, su peso aumentaba sin parar, hasta que, ¡Pum! Explotó de tanto follar y de tanto pedir, eso soñé –Juan bebió un trago largo y continuó–: No vea como se asustó mi mujer al despertarme sudado, a gritos y sin poder respirar. Y esa misma noche decidí no volver hacerlo con la tipa esta, ni gratis.

Paloma subió sofocada, casi corriendo, buscando al camarero para contarle algo. Este esnifaba cocaína en el lugar más oscuro de la barra, ni la miró.

–Mira, al final no se fue por el váter –dijo Juan con guasa.

Detrás de ella subieron dos chicos, también con mucha prisa y también asustados. Salieron uno delante del otro, esquivando a los que fumaban en la puerta. Al ver que el camarero no le escuchaba ella se fue hacia los fumadores y señalando a los chicos le dijo:

–¡Estos asquerosos, follando allá abajo!

– ¿Y por qué no nos avisaste para entrarle a ostias a los maricones estos? –preguntó Juan. Abrió los brazos y se mordió la lengua.

Pasó el tiempo y no dejaron de tomar ni de decir lo que le hubiera hecho si lo hubieran encontrado. Después de dos o tres tragos y rogando que regresaran para darle su escarmiento. Él se marchó procurando no vacilar al andar. Paloma miró por la ventana. Apuró de un trago su cubata y lo vio detenerse a orinar entre los cubos de la basura. Miró el reloj y ya era un lunes de otoño, sin luna.



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