Nuestra falta de democracia interna en los partidos devalúa una de las principales bases del orden público de cualquier democracia: la importancia que debe merecer la opinión pública sensata.
El sentimiento o idea que comparte una mayoría de ciudadanos sobre cualquier asunto importa poco a jefes políticos cuyos liderazgos partidarios no necesitan someterse a ningún escrutinio ni legitimación por votación.
En muchísimas democracias parlamentarias, quien pierde la confianza de sus votantes, inmediatamente cesa en su cargo, sea en el gobierno o en su partido.
Ello obliga a políticos y funcionarios a guardar un sano respeto por la opinión pública. Igualmente los medios informativos cuya supervivencia depende del mercado, y no del mecenazgo empresarial que deriva ventajas moralmente cuestionables, siempre tendrán una consideración juiciosa acerca del interés colectivo o bien común, según lo entienda la opinión pública.
La verdad no siempre es plebiscitaria, pero para llevarle la contraria a la opinión pública debería justificarse con argumentos y razonamientos, más que conveniencias. Cuando muchos creen que nadie debe rendir cuentas de nada… ¡ay!