Lo que vale en una nación no es su bandera, ni su escudo ni su himno, ni el chauvinismo patriotero, lo que vale es su gente, su pueblo, sobre todo los jóvenes y los más pobres. Si una nación no cuida de la educación, salud y esperanza de sus jóvenes, está irremediablemente condenada a perecer mediante su desintegración. Si el Estado no garantiza un proceso de equidad y promoción del desarrollo material y espiritual de los más pobres, lo que tenemos es una hacienda al servicio de los más ricos y poderosos.
Por eso al referirme a la constitución y permanencia de una nación estoy indicando que su esencia es la felicidad y prosperidad de todo su pueblo y el respeto a quienes de otros lares viven entre nosotros. Es lo que demanda la razón, la justicia y la necesaria fraternidad entre todos los hombres y mujeres. Los “nacionalismos” racistas, xenófobos, machistas o aporofóbicos, son patologías sociales que hay que erradicar en un sano y humano proyecto de nación.
El Estado, y los partidos políticos que promueven liderazgos para gestionarlo, deben tener un claro y preciso compromiso con el bienestar de todos los que viven en su territorio. Debe promover la justicia y exhibir una sólida integridad en sus funciones, cuidando de los recursos públicos cual si fuera un objeto sagrado, porque el erario de la nación es producto del trabajo y el sudor de todos sus habitantes. Quienes ocupan la presidencia de la República, los ministros, congresistas, alcaldes y regidores, deben tener una conducta ejemplar en su vida privada y una manejo escrupuloso de los recursos que gestionan porque no les pertenecen. A la vez deben ser exigentes con todos sus subalternos en igual conducta. El servicio público siempre ha de tener una dimensión de sacrificio y generosidad de quienes lo ejercen la servicio de su pueblo.
La inmensa corrupción que se ha hecho pública de varios funcionarios, la impunidad con que exhiben esa fortuna robada al pueblo, y el endeudamiento galopante con que están comprometiendo el futuro de esta sociedad, sobre todo los jóvenes, es un hecho tan grave que ameritaría una revolución política y social. Lejos de cambiar de rumbo asistimos a una profundización de dicha corrupción, impunidad y endeudamiento, por lo que los actuales gestores han perdido la legitimidad política.
No es extraño que varias encuestas recientes indiquen que más de la mitad de la población dominicana desea marcharse del país, especialmente los jóvenes, porque al carecer de integridad los que supuestamente deben liderar la nación, sin esperanzas de relevos políticos de mejor calidad personal, los hace desear desvincularse de este proyecto de nación. Esto es muy grave, quizás el riesgo más alto de perder nuestra democracia, nuestra soberanía y la convivencia social. La relativa calma que vivimos es el anticipo de un gran tormenta en nuestra nación.
La corrupción está malogrando nuestras posibilidades de equidad y desarrollo social. Perdemos oportunidades porque de fuera nos ven como unos ladrones, quebramos la esperanza de los jóvenes que no saben como asimilar las enseñanzas de honestidad que les brindamos en nuestros hogares cuando en la sociedad hay ladrones que roban miles de millones de pesos y los tratan como “honorables”. La corrupción mata la democracia, especialmente entre los más pobres que votan porque les regalan obsequios fruto de delitos. Mata la convivencia social porque mientras muchos trabajamos honestamente y ganamos el pan de nuestras familias, nos “roban” mediante impuestos recursos que pararán a mano de esos corruptos.
Si no asumimos con seriedad esos problemas y provocamos un cambio radical, en el orden político y social, estamos condenados a la disolución como nación. Personalmente le he perdido el poco de respeto que tenía por gran parte del liderazgo político, tanto los que están en el poder, como los que están en la posición. Esto no se resuelve con elecciones. Estos problemas demandan cirugía mayor.