A Rafael Molina Morillo, in memoriam
Fue, a mi ver, un hombre de la singular estirpe de Don Quijote de La Mancha, porque encarnó los más grandes ideales humanísticos de la historia, y porque luchó contra toda la fiereza de la mezquindad y la cerrazón, en aras de la libertad y del bien común.
Escribo estas palabras a horcajadas entre la tristeza y la admiración. Porque ha muerto Rafael Molina Morillo, el fundador de tres medios impresos, a saber, el vespertino El Nacional, la revista ¡Ahora! y el matutino EL DÍA, su última proeza, los que dirigió, junto a otras publicaciones de inspiración y legados auténticamente democráticos.
El periodista de toda una larga vida, que no dio brazo a torcer ante graves peligros que amenazaron el estado de derecho de la nación y del mundo y pusieron en jaque su integridad física, aunque jamás su reciedumbre moral.
El adalid de la palabra comprometida con la objetividad, la veracidad y el respeto, tanto a las víctimas como a los victimarios, cuando de derechos humanos fundamentales, especialmente, el de la libertad de expresión, se trataba.
El periodista y abogado justo, aun fuere ante las más desafiantes disyuntivas jurídico-políticas, guiado por el categórico imperativo de apuntalar el beneficio y el futuro de la sociedad por encima de cualquier conveniencia individual o grupal.
Convertido en polvo, del mismo que provino, su cuerpo será siempre el señuelo para recordar al hombre humilde, meditabundo, cuyos modales y parsimonia, cuyas batallas y conquistas, cuya abnegación y coraje me remontaban siempre a la frágil apariencia de la figura de Don Quijote, superada por una fortaleza de inquebrantables principios éticos e inalienables valores humanísticos y sociales. Días antes de su partida a la morada definitiva, me llamó por teléfono, para precisar el título de uno de mis artículos en esta mi columna Carpe Diem.
Ni siquiera la postrera fragilidad del pulso vital apagó en él la afabilidad ni su elevado sentido de la amistad.
Hombre ejemplar, que alcanzó metas señeras y que dignificó, con lo que profesaba y con lo que practicaba, el periodismo, asumido con ribetes apostólicos, como servicio desinteresado, pero firme, a los mejores intereses del país y a ser voz indoblegable de aquellos que golpeados por la desigualdad y la marginación, por las injusticias y la codicia, por el clientelismo, la demagogia y la corrupción no la tienen.
Me lastima, que, habiendo sido tan generoso y humano, visceralmente ético y entrañable maestro de la comunicación social para generaciones de mujeres y hombres artífices de la palabra, haya vivido, desde siempre, pero, sobre todo, en sus últimos años, sangrando por la herida que le causó palpar el inatajable deterioro moral de la profesión periodística en no pocos de sus representantes, salvo la honra de excepciones.
Vivimos bajo la tiranía ominosa de la descomposición, de la putrefacción irrefrenable de los paradigmas éticos y los referentes morales que, si bien refuerzan el tejido de la sociedad, para poder llevar la vida en ella y superar, aun sea precariamente, sus escollos, en realidad, es la condición de ser éticos, de ser morales lo que construye los paradigmas y nos permite vivir, con cierta dignidad, en comunidad.
Asimismo, es, como virtud en Molina Morillo, la dedicación, el sacrificio, la indelegable responsabilidad por la libertad y los derechos del otro, en tanto que conciudadano, aunque a veces reniegue de ellos y no los comprenda; es la valoración de la soberanía del país como legítimo legado de los fundadores y sus ideales, lo que de suyo sobrevivirá en nosotros. Hasta siempre, admirable Quijote vegano.