Morir a tiempo

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Morir a tiempo

La historia, en cuanto ciencia social, está sujeta firmemente a los testimonios que nos brinda el pasado y la posibilidad de analizar con rigor aquellos hechos que sin el testimonio adecuado pueden ser deducidos mediante los análisis antropológicos, sociales, económicos y políticos de las evidencias objetivas que poseemos.

Un buen ejemplo de lo antes dicho es el hecho de la despoblación que vivió la colonia española de Santo Domingo entre el siglo XVII y XVIII posibilitó el mulataje de nuestra sociedad al no poder ejecutar prácticamente la esclavitud, aún existiendo legalmente.

Si lo comparamos con la colonia francesa en el lado occidental de nuestra isla, la colonia inglesa de Jamaica o la española de Cuba, donde la separación racial entre blancos y negros es evidente en el presente, no es posible argumentar que los españoles de Santo Domingo tenían sentimientos de igualdad con la población negra, sino que al no existir una actividad productiva que justificara la existencia práctica de la esclavitud, la mezcla racial se hizo de hecho y arrojó al presente una sociedad dominicana donde los mulatos son mayoría. 

Al estudiar personajes muy conocidos de la historia dominicana nos enfrentamos al hecho de la importancia que tiene su valoración en el presente debido al momento en que murieron. Un caso ejemplar es el de Pedro Santana. Si el artífice militar de la separación de la República Dominicana de Haití hubiese muerto en la década de los 50 del siglo XIX, posiblemente tendría en nuestro presente la estatura -salvando las diferencias- que tiene Bolívar para gran parte de Suramérica.

Su estatua estaría en todos nuestros pueblos y muchas calles tendrían su nombre y Duarte pasaría a un segundo plano. Santana sería propiamente el Padre de la Patria. Pero vivió lo suficiente para convertirse en el gran traidor, quien aniquiló la soberanía del Estado que forjó con sus habilidades militares al entregarnos vilmente al Reino de España. Un hecho que, junto a la vuelta al colonialismo español luego de la derrota francesa en 1809, nos convierte en un caso único en toda la historia de América Latina. Regresamos al dominio español, no una, sino dos veces. ¡Un hecho vergonzoso! Aunque tenga explicaciones contextuales.

Otro caso significativo es el del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, que si hubiese muerto antes de abril del 1965 sería mencionado únicamente por sus acciones represivas y el cuestionado papel que jugó en la Matanza de Palma Sola. Pero la gloria de Caamaño torna difícil a los historiadores volver sobre su pasado. Caamaño vivió lo suficiente para ser el gran héroe de la lucha por la vuelta a la democracia y la defensa de la soberanía dominicana ante la invasión de las tropas norteamericanas en 1965 y convertirse en el mártir de la lucha contra el despotismo de Balaguer en 1973. 

Si Santana vivió lo suficiente para ser un traidor, Caamaño vivió lo suficiente para ser el héroe que hoy todos veneramos con gratitud justificada.

El caso de Duarte es otro ejemplo curioso, que ya analizó con detalle Pablo Mella en su obra Los Espejos de Duarte. Analizándolo con frialdad su aporte se agota entre 1938 y 1943, siendo un brillante conspirador y hábil negociador por la independencia dominicana, impulsando la organización de la juventud pequeñoburguesa de Santo Domingo y llegando a un acuerdo con los Reformistas haitianos en la lucha por el derrocamiento de Boyer.  Sin olvidar su honestidad en el uso de los recursos del naciente Estado, cuestión que hoy ningún político ostenta.

Pero Duarte no estuvo en el momento clave de la insurrección político-militar de febrero-marzo del 1844, ni pudo hacer nada significativo al retornar brevemente durante la lucha restauradora. El título de General que se le adjudicó post-morten le queda grande. Su ostracismo en Venezuela es complejo de analizar y la única manera que algunos han logrado salvarlo es presentándolo como una suerte de héroe impotente frente a la ferocidad de Santana o como Balaguer luego lo pintaría: como el patriota santo y pasivo frente a un Trujillo feroz capaz de ejecutar a sangre y fuego lo que las circunstancias demandaban.