Algo no santo implicaba, desde los orígenes mismos del ser humano, la desnudez, que debió ser sometida al vestido. El cuerpo sabe y puede. La política, el comercio y la publicidad habrían de crearle su “camisole de force”.
El poeta griego Cavafis nos regala un verso genial que reza: “recuerda cuerpo”. El cuerpo es, en este caso, baúl, reservorio de los actos vividos, deseados y pensados. Templo de la memoria y la historia. La metáfora cavafiana para definir el cuerpo sería la del imaginario viaje a Ítaca. ¿Adónde quieren ir la mujer o el hombre actuales con su cuerpo?
¿Al magma de la esencia? ¿O a la selva de la apariencia? ¿Al circo del tener? ¿O a la morada, el templo del ser? El vestido es un signo de la alienación ideológica del individuo en el ornamento, en lo superficial. Afición por la cáscara y olvido de la médula. Un tatuaje es hoy día una seña; indica algo que es inherente a la vida, la experiencia del sujeto. Pero, es también el vestigio de una pose.
Vestir el cuerpo, ¿qué representa hoy? ¿Cómo entender la evolución? Una evolución que va desde la hoja adánica del pudor, pasando por el taparrabos tribal, la túnica, el sobretodo de piel animal, la alta confección italiana del medioevo con trajes de metal para guerreros y nobles; la lencería de hierro o cinturón de castidad, que castraba, debajo del corsé, el deseo sexual femenino; el hábito religioso, la ropa elegante que disimulaba la ninfomanía de Catalina la Grande; las prendas de vestir, incluyendo el calzado, que envolvían las ideas y las relaciones sociopolíticas y económicas de las épocas de las revoluciones francesa e inglesa, la Ilustración francesa y alemana, la guerra de secesión en Estados Unidos, hasta llegar a la revolución de la moda en el siglo XX.
En el acto de vestir se ocultan relaciones de poder económico y social. Ciertos diseños exclusivos hablan de estatus, poder adquisitivo y nombradía. Resulta llamativo, y hasta desconcertante, pasearse en invierno por las aceras de la newyorkina Times Square, y al alzar la mirada descubrir, en una de las inmensas pantallas publicitarias, un escultural cuerpo femenino, prototipo del modelo actual de belleza, vistiendo un delicado y escaso bikinis rojo, cuando los transeúntes parecen beduinos urbanos, forrados en abrigos de lana o cuero, bufandas y sombreros, para protegerse de la impiedad del frío.
El mundo de la alta costura ha devenido en una suerte de expresión mercantil, a manos de un diseñador, de lo que en el ámbito de la estética y la plástica conocemos como arte corporal (body art), interesante manifestación del arte contemporáneo en la que el cuerpo del hacedor o de alguien se convierte en soporte o superficie para la concreción de su lenguaje creativo.
Ahora bien, el vestido conlleva un requisito fundamental: el cuerpo modélico, de las proporciones top model, el de la obsesividad por la forma o la figura ideales; el cuerpo delirante y atrapado entre la nutrición prebiótica y probiótica, el gimnasio como catedral y el recurso del bisturí para el ritual de la falsedad estética.
Esta afición del cuerpo posmoderno por alcanzar la forma ideal ha provocado en los sujetos trastornos de la conducta y del funcionamiento fisiológico del organismo, que se han erigido en nuevos desafíos para las ciencias de la salud.
El cuerpo es la entidad indisoluble de la articulación de los pensamientos y los sentimientos, de las frustraciones y los deseos. Hay pudores que salvan y pudores que matan. Fatalidad. La persuasión es el código seductor del mercado.