El 20 de noviembre concluyó el Año de la Misericordia, un Jubileo proclamado por el papa Francisco con un llamado especial de “anteponer la misericordia al juicio”.
La parábola del Hijo Pródigo testimonia la misericordia del padre amoroso que acoge al hijo que malgasta con prostitutas la herencia que le exigió en vida, y que, al quedar en la ruina se alimenta de la comida de los cerdos. Más bajo no podía caer.
Luego, arrepentido, decide volver a su casa en condición de siervo. Para su sorpresa, su padre lo recibe con los brazos abiertos y celebra una fiesta porque recuperó al hijo perdido.
Ese padre que ama incondicionalmente, refleja el amor que Dios nos tiene. Ese tipo de amor es el que nos pide practicar, en especial a su Iglesia. Se expresa en las obras de misericordias temporales y espirituales:
Visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los difuntos.
Enseñar al que no sabe, dar un buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y orar por los vivos y muertos.
Las obras de misericordia son un camino de perfección espiritual que vivifica a los creyentes y a la misma Iglesia.
El año jubilar incluso facultó a los sacerdotes a perdonar el aborto, unos de los pecados más graves según la tradición eclesial. Esa actitud de perdón y acogida es la propia naturaleza de Dios Padre y de su Hijo Jesús. Nos lo recuerda el papa Francisco cuando dice: “Quién soy yo para juzgar”.
La caminata Un Paso por mi Familia cerró el Año de la Misericordia con un mensaje de los obispos exhortando a abrir las puertas al perdón, a la caridad y a la paz. Miles de católicos y hasta evangélicos se congregaron bajo el amor misericordioso de un Dios que nos une a todos.