Sí, fui niño alguna vez. Y, como todo niño, presa más de la inocencia que de la convicción religiosa o de las diferencias sociales, creí en la veracidad fantasmagórica, pero incontrovertible entonces, de que las tres estrellas que brillan en el firmamento de los albores de la Epifanía eran los tres Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltazar, que guiados desde el lejano Oriente por las mismas estrellas hasta el pesebre de Belén, donde nació el Niño Jesús, repetirían cada año esa odisea y atravesarían mares y desiertos el día 5 de enero por la noche, para colmar de felicidad a los niños del mundo y del país al amanecer del día 6.
Entonces, el país era, para mi mente infantil, mi barrio de La Vega y una noción difusa de otras naciones y ciudades, en algunas de las cuales los juguetes y regalos eran dejados por un tal Santa Claus, que solo veía en postales o en anuncios de periódicos impresos, demasiado abrigado para mis costumbres y siempre rodeado de unos ambientes nevados de los que no tenía la más mínima idea.
Carecía, solía decirme, de la magia, la espectacularidad y la solemnidad de los tres reyes orientales y sus enormes camellos.
Nací en 1960 y esos años transcurrían con sus altas y bajas mareas. Por supuesto que continuaba la guerra de Vietnam; que había estallado la porfía entre EE.UU. y la URSS, llamada Crisis de los Misiles, hecho asociado a la Guerra Fría posterior a la segunda gran Guerra Mundial; que el movimiento hippie enarboló, con amor y paz, la libertad sexual, la vida despojada de bienes y los paraísos artificiales de las drogas; que conocí los alimentos enlatados de la Alianza para el Progreso; que estalló la Guerra de los Seis Días, entre Israel y los países árabes; que tuvo lugar la Primavera de Praga; que los estudiantes se vuelven sujetos de la revolución con Mayo del 68 en París y Tlatelolco en México; la China de Mao da lugar a su propagandística Revolución Cultural; que se puso fin heroico a la tiranía de Trujillo; que se había librado en 1965 la guerra de abril, y que fue derrotada la ilusión popular y democrática de retornar a la Constitución de 1963; que The Beatles imponían la versión universal del rock and roll; que a finales del decenio el ser humano dejaría su primera huella en la superficie lunar; el cine se estremece con Psicosis, de Hitchcock, La dolce vita, de Fellini, 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, Zorba, el griego, de Kakogiannis y Viridiana, de Buñuel; que surge y sienta sus reales el boom de la novela hispanoamericana… Un decenio clave del pasado siglo XX.
Sin embargo, lo importante para mí era, simplemente, ser niño, niño de una familia de clase media baja, con unos padres sobrados en amor y ternura para dar, pero con apremios para llegar a fin de mes. Un niño que quería mantener viva la creencia en la autenticidad de los Reyes Magos, a los que colocaba yerba para los camellos, recogida de las orillas del río Camú, galletas con café y cigarrillos Montecarlo o Premier, para los magos visitantes de mi casa, que me dejarían algunos juguetes al pie de un árbol de Navidad, ubicado en la humilde sala, con bombillas de colores rojo, azul y verde. La emoción apenas me permitía conciliar el sueño.
Todavía a oscuras, el 6 de enero se escuchaban las cornetas, pitos, pelotas y tambores en las calles. Eran tiempos de inocencia, ilusión y solidaridad, hoy casi perdidas. Se mezclaban con ingenuidad las clases sociales y el futuro era incierto.