Miles de migrantes partieron hace hoy once días de San Pedro Sula, la segunda ciudad de Honduras, decididos a llegar a su destino: Estados Unidos.
Ni las penurias del camino, ni la represión policial, y menos las amenazas de Donald Trump logran disuadirlos.
Alcanzar su objetivo supone un recorrido entre 2,000 y 4,000 kilómetros, depende de la ruta que escojan para entrar a la nueva “tierra prometida”.
Maliciosamente se ha dicho que es un plan para favorecer un determinado objetivo político. No lo creo. Esta gente huye de la pobreza, del hambre, y de la violencia que azota a gran parte de los países centroamericanos.
No son delincuentes. Son hombres y mujeres que piensan encontrar en el norte lo que en sus países no logran: trabajo y dinero para tener una vida digna. Varios dejarán sus huesos en el camino.
Ellos forman parte de los 258 millones de migrantes de todo el mundo, el 3.4% de la población del planeta, que va de un sitio a otro por razones económicas, desastres naturales o guerras.
Es un error verlos como una pesada carga, porque los migrantes producen nada menos que el 9% del PIB global. Todos los países tienen algo que agradecer a los inmigrantes.
Contrario a tantos otros que optaron por el narcotráfico, integrarse a las maras y cometer cualquier tipo de delito con tal de obtener dinero fácil y rápido, estos solo quieren trabajo, y eso no es delito.
Cuando partieron a pie desde Honduras eran 2,000 y ante los obstáculos algunos desistieron y regresaron a sus casas cargados de frustraciones, pero en la marcha se les unieron salvadoreños, guatemaltecos y ahora mexicanos.
Por razones económicas y humanitarias en el caso del éxodo centroamericano, como en cualquier otro, es necesario procurar que se haga lo más segura, regulada y ordenada posible.
La represión no es la respuesta.
La administración Trump anunció ayer represalias contra Honduras, El Salvador y Guatemala por no contener la marcha. Pero a los que van en esta caravana poco les importa lo que diga el rubio. Piensan que en su país, no vale la pena vivir.
Por cierto, este drama humanitario no ha merecido la atención de Luis Almagro y la OEA. Quizás porque no son venezolanos.