Mientras tanto, siguen entrando

En estos días el Gobierno ha anunciado una serie de medidas con bombos y platillos para mejorar el tránsito.
Que si semáforos inteligentes, que si más agentes de la Digesett, que si restricción de giros a la izquierda, y un larguísimo etcétera. Y aunque no me opongo a ninguna de ellas, al contrario, celebro la intención, me invade una amarga certeza: nada de eso funcionará si no ponemos freno a la entrada masiva de vehículos cada año.
Porque el problema no es sólo el orden del tránsito, es su volumen. Es la simple aritmética de lo insostenible.
Sólo el año pasado, el parque vehicular nuestro creció en 384,916 unidades nuevas, de las cuales más del 65 % fueron motocicletas. En total, cerramos 2024 con 6.19 millones de vehículos registrados, y ya vamos camino a romper los 6.5 millones este año si se mantiene el ritmo actual. No hay ciudad que resista ese crecimiento. Ni avenidas que aguanten. Ni aceras que sobrevivan.
Y lo peor es que el crecimiento no se detiene: en los últimos cinco años hemos incorporado más de 1.3 millones de vehículos, y si seguimos así, para 2030 habremos superado los 8 millones, con más de 1.6 millones de nuevas unidades en apenas cinco años.
¿Cómo pretendemos descongestionar si seguimos congestionando? De esas nuevas unidades, las motocicletas son la gran mayoría. Solamente en 2024, se sumaron 251,321 motos al parque. Y en lo que va de 2025, vamos rumbo a igualar o superar esa cifra.
Las motos representan hoy más del 57 % del parque vehicular nacional, y no es por casualidad: es el vehículo más barato, más flexible, más desregulado… y también el más peligroso. En cada accidente de tránsito con víctimas fatales hay, casi siempre, una motocicleta involucrada.
Pero esto no es un ataque contra quienes se montan en una moto para trabajar o sobrevivir. Esto es una crítica al Estado que permite, con los ojos cerrados, una importación indiscriminada de vehículos sin ningún criterio territorial, ambiental ni urbano. ¿Dónde está la política nacional de movilidad? ¿Dónde el control de acceso al parque vehicular según la capacidad vial de cada ciudad?
Nadie parece hacerse esta pregunta, y mientras tanto, se nos mueren más de 3,000 personas al año por accidentes de tránsito, con costos económicos que superan el 2 % del PIB, según datos del Banco Mundial.
Las medidas anunciadas ahora, como los semáforos sincronizados, los nuevos corredores y los operativos de grúas, pueden aliviar ciertos puntos críticos. Pero son eso: paliativos. Es como ponerle una curita a una fractura expuesta.
Si no se regula la importación de vehículos, todo esfuerzo será efímero.
Y cuando hablo de regulación no me refiero a prohibir, sino a establecer techos de ingreso, incentivos a la movilidad colectiva, políticas de renovación del parque y desincentivo al vehículo individual. Hay que dejar de premiar el caos.
Por ejemplo, si limitáramos el crecimiento anual del parque a un 2 % neto, podríamos mantenernos por debajo de los 7 millones de unidades al 2030. Eso permitiría planificar mejor el transporte público, ejecutar obras viales con sentido, y hasta soñar con una ciudad caminable y respirable. Pero con un crecimiento de más de 350,000 vehículos por año, lo que nos espera es una pesadilla crónica de tapones, accidentes y contaminación.
¿Vale la pena seguir improvisando? El país necesita una visión de movilidad del siglo XXI. Una que no vea a los vehículos como progreso, sino como responsabilidad. Una que entienda que el tránsito no se resuelve nada más con operativos, sino con decisiones valientes que regulen, planifiquen y prioricen.
Hasta que eso no pase, por más giros a la izquierda que eliminemos, el camino hacia una mejor movilidad seguirá bloqueado.