Ser padre me ha enseñado lo difícil que resulta explicar la maravilla de ver a tu criatura convertirse en persona. Sin que te des cuenta, ese botoncito de piel cálida y olorosa va mudando ante tus ojos en alguien con gustos, disgustos y preferencias. Va desarrollando ideas y, con ellas, la necesidad de comunicarlas.
Para desesperación de todos los padres en la Historia, primero lo hace llorando. Luego ensaya con balbuceos y gorjeos, música para los oídos. Después, para nuestra confusión y asombro, empieza a articular palabras. Quizás para aminorar el impacto, lo primero que aprende a decir es “papá” y “mamá”. O “mamá” y “papá”, cada uno tiene su versión sobre la primacía. Finalmente, ante sus padres atónitos, habla.
Mi hija está aprendiendo a hablar. Empezó con palabras sueltas, muchas veces sin sentido en el contexto. Luego señalaba un objeto y lo nombraba. Una mañana comenzó a esforzarse por usar los nombres correctos de las cosas, aunque a veces todavía sea difícil entenderla. Ya experimenta con frases completas, como cuando quiere que la acompañe a un sitio de la casa y, tomándome de la mano, me dice “Vamoch, papá”.
Para algunos, aprender a hablar es una forma de explorar el mundo. No lo veo así. Mi hija lo hace a través de los sentidos. Y yo, con sus ojos, me reencuentro con la fascinación del universo cuando a ella la cautiva algo que a mí me parece sencillo. Al nombrar las cosas las encuadra, adquiere la capacidad de llamarlas, de conjurarlas. Eso es dominio y, aprendiendo a hablar, mi hija empieza a tomar las riendas de su vida.
Intuyo que hay algo que el habla sí le ha revelado. Y es que, al percatarse de que no es sólo sonido, sino que comparte significados, debe haber tomado conciencia de que, como ella, los demás también tienen un mundo interior. Es decir, se ha dado cuenta de que también yo soy una persona.
Espero con ansias el momento en el que pueda comunicarme con más claridad quién es ella y pueda decirle quién soy yo. En ese descubrimiento mutuo florecerá nuestro amor. Mientras tanto, me conformo con la dulzura con la que, luego de yo dar por terminado un abrazo, me sujeta y me dice “Ma abacho, papá, ma abacho”.