Fue en La Romana, en una borrascosa tarde de un 28 de febrero de 1935, donde nació una robusta criatura que, por sus gritos puñeteros, hízose famosa desde el primer día por toda la comarca.
Cuenta la leyenda que, cuantas veces hacía gala de su galillo, también los gallos, los perros y los gatos; una misteriosa coincidencia entendida en su momento como que “algo grande” había llegado al pueblo. Un mes más tarde, en cristiano bautismo, recibió el nombre de Rafael Camasta Isa. De niño fue siempre tranquilo y nunca se le vio pelear, en cambio, en casa, por ser duro de mollera que a nadie caso le hacía, un rebelde lo creían, una que otra vez recibía una buena tanda de palos.
Pasó el tiempo y el joven Camasta se hizo médico en la Universidad de Santo Domingo y, en Buenos Aires, Argentina, libó a sorbos de Cíclope conocimientos en Traumatología y Ortopedia, campo en el que ha descollado como uno de los mejores y más queridos médicos del país. Como hacen los grandes, supo encontrar espacio para darle un nuevo giro a su profesión como catedrático en su Alma Máter por más de treinta años consecutivos.
Pero no es su extraordinaria labor profesional lo que me interesa reseñar, sino el “otro yo” de mi amigo, el Dr. Camasta.
Todo aquel que conoce al viejo Saba, como se le llama en el ambiente hogareño, sabe que tiene el apetito, el aspecto y la agradable placidez de un Buda; es un ejemplar raro con una fortaleza propia de los espíritus libres que van a su aire, de aquellos que son inquebrantables e incapaces de cometer ofensa alguna.
Trabajador infatigable, dotado de una pureza imposible de cuantificar, que no se le conoce malicia y nunca le dio cobija al oportunismo; en su morada, goza de la dicha de un atavismo familiar verdadero y profundo. Su verdad, forjada por cicatrices, está llena de satisfacciones; y, si te dejas, te arropa su sinceridad hecha de sueños y evocaciones. Se ríe de lo que sea, soltando una pausada y contagiosa carcajada.
Hombre bondadoso, conversador, parco en ocasiones, y mudo en otras. Así como es de jovial, es esquivo y testarudo como una mula.
Tanto es de izquierdas, como de derechas, en fin, un afortunado que puede sentar su pesada naturaleza encima de sus propias contradicciones.
Es, en sí mismo, una prodigiosa mezcla de condiciones extraordinarias cohabitando en un hombre fundamentalmente tierno, que tiene una visión desencuadernada de la vida, pero de una nobleza inagotable de las que no suelen verse en estos tiempos de hipocresía redomada.
Hoy por hoy se mueve con dificultad en medio de las implacables paredes que levantan los años, pero vibra con el indomable razonamiento de niño salvaje y de jefe de tribu, al mismo tiempo. Nunca ha pensado, ni le importa, en lo que de él han podido pensar los demás y nunca tuvo miedo a riesgo político alguno en los aciagos tiempos pasados, porque, en la fragua de la vida, regaló, a borbotones, amistad y decencia.
A un amigo así, nunca se sabe si admirarlo, quererlo, incordiarlo o, simplemente, cuidarlo… y, ante una disyuntiva de tal magnitud, me decidí por todas, hasta que Dios quiera…