Cobrar impuestos es, según están sugiriendo algunos antropólogos y sociólogos, la causa más importante para la formación de sociedades humanas y el posterior surgimiento de ciudades, países y estados.
Fue el primer uso para la escritura: apuntar la producción agrícola, frecuencia de lluvias o inundaciones, cantidad de gente o ganado.
No importa cuál forma social y política tomaran las distintas civilizaciones, culminaban en fracaso seguro sin un eficaz sistema de cobro de impuestos para financiar el gobierno y sus servicios.
Por alguna razón digna de estudio, quizás enraizada en el tráfico con piratas, el abandono por las metrópolis o la secular pobreza, somos de los pueblos más reacios al esfuerzo colaborativo que significa cumplir cabalmente las obligaciones fiscales.
Hasta hace poco, empresarios prestantes, hasta apañados por la Iglesia, se vanagloriaban de su éxito burlando al fisco y las aduanas.
Tasas altas, complejas leyes, exenciones e incentivos, funcionarios corruptos y abusivos: nuestra tradición ha resultado en un tollo enorme. Ojalá la DGII, sin abusar su poder, nos meta a todos en caja.