De vez en cuando me siento haragán para escribir esta columna. Traiciono así mi propósito de escribir a diario cuando la inicié hace 17 años en la página 2 del “Listín Diario”.
A veces hago trampas contra mí mismo y lleno el espacio reservado para la columna con una que otra carta de algún lector que expone su punto de vista sobre determinado asunto, pero después me queda el sabor amargo de que no he jugado limpio.
Hoy se me ha metido entre ceja y ceja la idea de que bajo ninguna circunstancia se puede justificar meter gato por liebre, si es tan fácil ser feliz sin traicionar a la propia conciencia.
Pienso entonces, por argumento a contrario (como dicen los abogados) cuán infelices y desgraciados deben sentirse, cuando están en soledad, aquellos que tienen como modus vivendi la mentira y el retorcimiento de la verdad y de lo justo.
¿Cómo podrán conciliar el sueño, por ejemplo, los jueces que, a sabiendas, se apartan del camino de la verdad y luego siguen tan campantes como si nada? No quiero verme dentro de ese pellejo.
En el ejercicio periodístico también es muy fácil caer en la falsedad, igualmente reprobable y dañina. La sociedad lo sabe y distingue a los mansos y los cimarrones.
En todos los casos vale la pena esforzarnos por ser mejores, sobre todo en los tiempos que se avecinan, cuando las pasiones políticas tienden a desbordarse y la ambición nos empuja hacia lo insondable.