Algunos tipos de conductas son tan arraigados y cotidianos que pasan a formar parte de la mentalidad de cierto conglomerado humano.
En sentido general, el dominicano se caracteriza por ser honesto, trabajador y solidario, pero aunque suene contradictorio, tiene una mentalidad de corrupción.
El funcionario público que desempeña sus funciones apegado a la ética recibe calificativos despectivos de parte de familiares, amigos y compañeros de labores.
Hasta los que proclaman a viva voz la lucha contra la corrupción entienden que llegar a una posición pública se traduce en la solución de todos los problemas materiales.
Hay numerosas personas honestas que solo hacen llegar a una posición pública para rodearse de sus amigos, familiares o vinculados, sin importar que para abrirles espacio tengan que despedir a servidores públicos de carrera y cumplidores.
También abundan aquellos que entienden como normal recibir regalos o facilidades de suplidores con los que tienen relaciones comerciales o contractuales.
En la mentalidad de ellos y de los beneficiarios eso resulta algo normal.
Igual piensa la mayoría de los dominicanos que deben hacer de tener esas “oportunidades”.
Similar comportamiento tienen personas particulares de gran “nombradía”, que asumen posturas públicas porque coinciden con las de un cliente y ellos mismos terminan beneficiándose.
Muchos los conocemos como “institucionalistas”, y lo grande es que en su fuero interno no entienden que actúan contrario a la ética.
Más que crear leyes de transparencia, el país requiere cambiar de mentalidad.
No importa cuántas normas se aprueben mientras se mantenga la mentalidad corrupta, pues siempre se encontrará la forma de burlarlas.
Las violaciones impenitentes de las leyes y señales de tránsito son muestras, en pequeño, de que cuando las inconductas se asumen como parte de la cotidianidad forman parte de la mentalidad.
República Dominicana urge de un cambio de la mentalidad corrupta que tanto daño hace, sin que ni siquiera nos demos cuenta.