En un sesudo artículo reciente, Eduardo Jorge Prats analiza varios de los significados de vivir en un estado democrático.
Concurro en que frecuentemente “por cualquier quítame esta paja, atentatorio o no contra la democracia, nos quejamos de que vivimos en dictadura”.
¡Qué barbaridad! Padecimos a Santana, Lilís y Trujillo; este país conoce y ha sentido en el tuétano qué es una dictadura o un gobierno de mano dura. La opinión pública debería tener más sensatez para atribuir intenciones dictatoriales a presidentes eminentemente democráticos, pese a cualquier defecto que pueda serles señalado.
Tras su ajusticiamiento en 1961, a todos los presidentes en algún momento los han caricaturizado con el tricornio emplumado de Trujillo, hasta a Bosch cuando planteó su desquiciada dictadura con apoyo popular. Desde 1966 –hace casi seis décadas— los dominicanos vamos regularmente a elecciones para escoger a presidentes, alcaldes, legisladores y regidores.
Poseemos las entidades más activas de cualquier sociedad civil latinoamericana. Ningún país del hemisferio nos supera en libertad de expresión y de prensa, en disposición al diálogo y estabilidad económica. Tanto gritar “¡dictadura!” insensibiliza y embota. Cuidar la democracia requiere más listeza y menos idiotez.