Memoria corta

Memoria corta

Memoria corta

Francisco no era un hombre de vueltas; y tenía claro que estaba recorriendo los últimos años de su vida; y ese día, en la mañana, al despertar y todavía en la cama, todo lo que ocurrió la noche anterior y sus personales vicisitudes, pasaron por su cabeza como un cúmulo de nubes fugaces.

Aceptó la invitación del amigo. «Ven esta noche. Quiero que conozcas mi cava de tres mil botellas de vinos». Bien hizo en no tener hijos con la mujer que estaba a su lado, en la impresionante casa del anfitrión. El momento resultó maravilloso. Elogió, durante el recorrido, la inagotable guarnición de la cava. Vinos selectos. Importados, hechos con uvas exclusivas para el más exigente catador.

—Son vinos exquisitos, que hacen un viaje alucinante hasta mi casa. Vienen desde los viñedos más exclusivos de España y Francia. Viñedos, del latín vinetum—, y el anfitrión agregó la última frase con cierto aire de orgullo.

En la casa Francisco se encontró con otros convidados, amigos comunes e inseparables desde la adolescencia. Hubo música, buena conversación y el vino corrió a mares. La esposa del anfitrión dispuso una tabla bien guarnecida con una variedad de doce quesos; todos exquisitos; y, además, croissant pequeños, rollos de jamón serrano, banderillas de aceitunas rellenas de anchoas y camarones a la brasa.

A media madrugada vino el desastre; y Francisco sintió todo el peso del mundo en su cabeza. La ingesta de tragos terminó con su juicio y vomitó hasta la hiel sobre la mesa compartida.

Un momento bochornoso. La mujer lo sacó airoso de aquel percance, limpió la asquerosidad y lo llevó al baño para que se lavara la cara. Allí hizo abluciones con soluciones bucales para refrescar el aliento; y luego, a su regreso, vio que la fiesta había continuado su curso. Era el mismo mundo que había abandonado minutos atrás. La mujer, para ayudarlo a que pisara tierra firme, le preparó un vaso de soda con mucho hielo y rodajas de limón. Ya  tenía juicio cuando ella logró entrarlo en el automóvil y se lo llevó de regreso a la casa.

Hoy, justamente, recuerda él, están de aniversario de bodas.

Ella, con treinta años menos que él, fijó la fecha para la ceremonia de matrimonio. Antes hubo un rosario de ruegos, súplicas de todos los colores. Y promesas muy tentadoras, pintadas a pincel.

  —Tengo que decirte algo —dijo ella.

 No habrá hijos. Eso escuchó de los labios de ella; y él aceptó; dijo que sí, feliz, amado, como si se tratara de un sueño que se cumple; y, sobre todo confiado en que las mujeres son caprichosas y tienen una memoria muy corta.

 No flaqueó nunca. Ella tenía una memoria infalible; y la madre, que vio como se volvió agua su sueño secreto de ser abuela, se mordió la lengua y jamás contradijo la decisión de su hija.

El tiempo pasó; y ella se dedicó a él durante feas temporadas de gripe o el ataque de una que otra misteriosa alergia que le cubría el cuerpo con ronchas rojizas. En fin, aprendió a cubrirle los flancos que los años iban debilitando. Se hizo imprescindible, pero nunca trató de imponerse. No era de otra forma cómo funcionaría, aunque siempre estaba dispuesta a buscar alternativas cuando la oscuridad de la noche amenaza con hacerla perder el camino.

En realidad, hoy, al despertar se dio cuenta que ese arrebato de previsión y lucidez de su esposa impidió que cometiera un grave error. «Todo tiene su tiempo», pensó. En cuanto a ella y su esplendor físico, sigue espectacular, con un cutis de manzana y un aliento de canela, alucinante, afrodisiaco. ¿Y su cuerpo? De fábula. Bella y seductora. Un paraíso sobre dos piernas bien torneadas. A veces se quiebra la confianza en ella; y él alucina en medio de su absurdo trastorno y se la imagina una tarde de primavera con un amante cauto, vigoroso; los dos entregados en un derroche de caricias. Ella, atrapada en sus brazos; y él llenándola de ardientes y demorados besos. El niño, de haber llegado, estaría cursando la primaria, alegre, entre risotadas, corriendo por la casa, jugando con el gato; y él haciendo de abuelo, más bien; y, sobrellevando la vida, con setenta años, azotado por los dolores de las rodillas y aferrado a un bastón de ayuda para caminar.

 Los recuerdos invadían su cabeza como un cúmulo de nubes fugaces; y él todavía en la cama, clava la mirada en el techo. La memoria, en ese momento, se vuelve blanca, nívea, como el techo. Y se le ocurre que podría pasarse el resto de su vida así, acostado, sin moverse, feliz, en silencio, con la mirada inmóvil, clavada en el techo.



Rafael García Romero

Rafael García Romero. Novelista, ensayista, periodista. Tiene 18 libros publicados y es un escritor cuya trayectoria está marcada por una audaz singularidad narrativa, reconocido como uno de los pilares esenciales de la literatura dominicana contemporánea. Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle, 2016.

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