Una de las cosas que más nos cuesta es pedir perdón. Normalmente porque eso conlleva admitir que nos hemos equivocado.
Y estamos acostumbrados más bien a querer tener razón que a reconocer cualquier error. Pero es bueno, sano, pedir perdón a aquellas personas que por nuestros actos hemos afectado de alguna manera. Es sanador, no solo en la interacción con los demás, sino con uno mismo.
En el mismo instante en que te surje la necesidad de excusarte con alguien comienzas un proceso de autoconocimiento que te va a permitir ser mejor persona. Y no se trata de hacerlo por costumbre, por cortesía, hasta por quedar bien. Es hacerlo de corazón, de verdad, porque si no al final no sirve para nada.
Otro punto importante es hacerlo cuando real y efectivamente es necesario, porque otra tendencia que tenemos, poco saludable en verdad, es sentirnos responsables de cosas que realmente no dependen de nosotros.
Ambos extremos son malos. No reconocer que te has equivocado, te hace seguir haciéndolo. Echarte la culpa de todo, te hace seguir haciéndolo.
La clave está en el equilibro, como siempre. Pero lo que sí es cierto es que cuando miras a los ojos a alguien, con el corazón abierto y le dices lo siento, es liberador para ambas partes.
Al final, lo importante es seguir hacia delante sin llevar mochilas innecesarias, y hacer sentir mal a los demás es algo que de una forma u otra acabará afectándonos. Así que si te equivocas, reconócelo, pide perdón, aprende y sigue caminando con esa persona al lado.
De lo contrario, llegará un momento en que te quedes solo y ya no tengas a nadie a quien ni siquiera pedir perdón. Y esa soledad te pasará factura aún cuando creas que lo tienes controlado todo.