Recientemente se cumplió el 54 aniversario del golpe de Estado contra el gobierno de Juan Bosch, el Congreso Nacional y la Constitución de 1963. Ese hecho, aunque lejano, está vinculado al régimen de abuso, corrupción e impunidad.
Abuso, porque el ideal de pasar de autoritarismo a democracia quedó anulado. Corrupción, porque en lugar del Estado actuar para garantizar derechos, fue restituido en su función de garantizar privilegios espurios. Impunidad, porque hágase lo que se haga, no hay sanción jurídica ni moral para los responsables.
Personajes siniestros del golpe vivieron tranquilos en su casa. Bonillita Aybar cobró hasta el final en la Cancillería, mientras Imbert Barrera murió en su cama como Héroe Nacional. Los nombres de figuras golpistas están en muchas calles de nuestro país.
Balaguer tiene hasta una autopista con su nombre, una estación del Metro y fue designado “Padre de la Democracia”.
El mismo Balaguer que era presidente cuando en 1970 asesinaron a Amín Abel Hasbún y en 1971 a Homero Hernández, ambos en septiembre.
Pero el Doctor siempre le echaba la culpa a las “fuerzas incontrolables”, como suelen hacer los corruptos y los impunes.
¿Qué pasó con los crímenes de abril de 1984? ¿Quién se hace responsable por los 6,000 niños que murieron en el Robert Reid entre 2006 y 2012? ¿Quién es responsable por los muertos de David, Georges, Olga y Noel? Abuso, corrupción e impunidad atraviesan 54 años de Historia convirtiendo la “transición democrática” dominicana en un experimento viciado, trampeado.
Lo mismo pasó con cada crimen de la tiranía de Trujillo. Salvo contados casos, nunca hubo juicio, verdad ni reparación. Y, más allá, nunca se ha reconstruido la memoria, la ética y la cultura para edificar el rechazo social al abuso, al atropello, la violación de derechos y la corrupción, que son antinomia de la democracia.
Por eso octubre también es tiempo para hablar de Historia, de la Masacre de 1937. Como cada asesinato y cada abuso, este nos lo han trucado. No fue un acto de defensa.
No fue un “corte”. Fue una matanza y no sólo de haitianos, sino que de dominicanos también. Todos negros, todos pobres.
Sin ella, Trujillo no podría haber tenido el poder que alcanzó en los campos; sin ella no hubiese hecho del miedo una cultura a su servicio.
Sin la Masacre no estuviera tan arraigado que cualquier cosa es posible y aceptable con el discurso de “defender” el orden, el país o lo que se inventen.
Por eso hay que reconstruir la memoria a 80 años de la Masacre, para entender lo que pasó, para aprender que no es un cuento de camino, para no aceptar ya nunca más que desde el poder un grupito decida qué derechos tiene la gente, quién vive, quién muere, quién vale y quién no.