Llaman a reflexión los casos de suicidios adolescentes que se quitan la vida por desacuerdos con los padres, porque no les compraron una ropa o un juguete o les limitaron su “libertad”.
En las clases medias, consterna que la nueva droga juvenil que ha llegado al país por las redes y el internet es el juego de asfixia para procurarse un éxtasis momentáneo que puede acarrear la muerte o una discapacidad.
El suicidio y las muertes por asfixia nos están alertando de un serio problema que va más allá de la brecha generacional entre los adultos y los niños y niñas digitales. Estamos llenando la vida de los hijos e hijas de celulares, de iPads, de videos juegos o de objetos de marcas pero están vacíos de sentido de la vida. Les estamos rebosando la existencia de cosas pero no les estamos dando razones para vivir.
El papa Benedicto XVI nos recordaba en una ocasión que junto con la era digital y la globalización presenciaríamos también una mutación antropológica que se convertiría en riesgo para la vida misma por el fenómeno de la cosificación humana y del individualismo.
Perder la humanidad es perder el fundamento de la existencia. Nuestro reto hoy es vivir con sentido en un mundo cambiante y transmitirlo a las nuevas generaciones.
Tenemos que educar en el sentido de la vida. Enseñar a los más pequeños que vinimos la tierra a amar y a dejar huellas. Que son responsables de sí mismos y de los demás. Que somos parte de un todo y que la conexión es más que estar en whatsapp, facebook, twitter o instagram.
Que conectarnos con el otro es cuidarlo, protegerlo y ayudarlo a ser mejor. Rescatando a Aristóteles, tenemos que educar en la virtud como ejercicio de la libertad.
Formar a los hijos e hijas en la prudencia para dirigir correctamente la vida y alcanzar la felicidad. Tenemos que educarlos en la socialización, motivándolos a asociarse para el bien y las causas trascendentes, recordándoles que la disposición de servir es la esencia de naturaleza humana.