Marcial murió dos veces –y creo que fueron más-. Pero como que él no se ha dado cuenta.
¿Marcial? Sí, ese mismo, mi hermano, el hijo de Telén y Bica, el niño que a la hora de su muerte, Elena Merced Espejo, tía de mi madre Octavia Espejo (Purita) le legó a ésta su crianza para evitar que lo mate el raquitismo.
Nosotros ya éramos trece hermanos y hermanas. Y llegó Marcial, con lo que sumamos catorce. Estábamos felices, nos llegó un hermanito. Se asoma a mi mente la imagen de aquel momento en que llevaron desde Monserrate a este niño larguirucho y desnutrido a la casa de mis padres, tan famélico, que nadie, ni sus propios progenitores creían que sobreviviría. Sin embargo, aquel infante, pese a su delicada situación, resistió el embate de la muerte.
Y gracias a Dios sigue ahí rumiando en los conucos y en el pastoreo de vacas en tierras que dejaron los viejos en Monserrate.
Panadero de profesión, aunque hubo un momento de su vida que decidió abandonar la producción artesanal de pan en horno de leñas porque, según entendía, producir y vender este alimento ya no daba para el sustento de la familia. Además, algo que era cotidiano, le puso en peligro de muerte. Marcial fue el único que siguió la tradición familiar de hacer pan, galletas, bombones, “biembesabe” y otros productos de la harina. El negocio de panadería había sido una tenue herencia del guía de la familia, don Eloy Reyes Gómez, un vetusto burócrata y secretario de por vida del ayuntamiento de Tamayo.
Eloy, hijo de don Justo Gómez, un descendiente español y pariente cercano del “General en jefe del ejército libertador de Cuba”, don Máximo Gómez, se había formado como el primer mecanógrafo de la localidad. En el trasfondo sus deseos eran, sin embargo, ser un buen comerciante, donde no encontró el éxito deseado porque, según creía, les hacían brujerías.
Eran tiempos, recuerdo bien, en que la gente era dada a recurrir a los brujos para protegerse de las “malas vibras”. Y mi padre no era la excepción. Llegué a verlo llevar a la panadería y al colmado a unos “brujos haitianos” que siempre encontraban culpables en los dueños de colmados cercanos porque, según sus pareceres, “hacían trabajos” o echaban “guanguá” para que fracasara en las actividades de negocios.
La práctica de brujería era un “secreto a voces” entre comerciantes del poblado, aunque de forma muy discreta. Comenté sobre esto en una ocasión y la respuesta fue que hasta “los turcos”, dueños de las principales tiendas de la pequeña comunidad, acudían a los brujos.
Los nigromantes o brujos, según mi fértil mente infantil, eran seres extraños, de ojos enrojecidos, misteriosos, terroríficos y de miradas intimidantes. Tienen gestos y actitudes parecidos a los demonios y usan pañuelos rojos amarrados a sus cabezas, fuman túbanos rústicos, “papuché”, que mastican en un solo lado de la boca mientras lanzan enormes “copazos de humo” al aire.
La ceremonia se realizó en el negocio de mi padre esta vez. Se inició de manera escabrosa, cortando la cabeza de un pollo. La sangre y las aguas contenidas en potes de colores fueron vertidas en los rincones. Se invocó a “papá bocó” o a un indescifrado ser de otro mundo, se encendieron velas rojas y al brujo se le “montó” un “luá”, tomó un “largo trago de ron” y balbuceó confusos términos del “más allá”, a la vez que decía:
-“Ya negocie pa tá limpie de brujeríe, usté verá que negocie va progresá”.
Como niño curioso observé todo el ceremonial por las rendijas de la casa echa de madera. En la adultez, pasado el tiempo, puedo ver que realmente no había tales brujerías sino problemas de administración. Ningún negocio resistiría, sin quebrar, que saquen de su inventario más que lo que genera como ganancias. Y eso era lo que ocurría, se sacaba más que lo que entraba.
Después de la muerte del viejo, Marcial continuó con el negocio del pan y le iba bien, aunque representaba un enorme sacrificio, ya que tenía que levantarse entre las cuatro y cinco de la madrugada “llueva, truene o ventee” para ir a vender panes a los bateyes del ingenio Barahona.
Teníamos a Marcial un cariño muy especial, primero porque había logrado sobrevivir al raquitismo y luego a una quemadura que cubrió casi todo su cuerpo infantil. Esto ocurrió un Viernes Santo cuando él, mi primo Héctor y yo realizábamos un peligroso juego que consistía en saltar sobre una lata de “habichuela con dulce” hirviente que se preparaba en un improvisado fogón de leña en el patio de la casa.
La mente infantil no nos permitía medir la peligrosidad de lo que hacíamos. Parecería algo insólito, increíble, ya que al dar el salto nos empujábamos unos y otros como parte del juego hasta que en eso, Marcial saltó y yo le empujé. Chocó con la lata hirviente que se derramó sobre su cuerpo causándole graves quemaduras.
Aunque se trató de un juego, se nos impuso un fuerte castigo. Llantos y lamentos primaban entre familiares y vecinos. Se pensó seriamente que esta vez no sobreviviría.
–“Pobrecito, tanto que ha sufrido. Mira eso, ahora se quemó en buena parte de su cuerpo, que Dios lo proteja”, expresó doña Mela, la vecina esposa de Melito que vivía en la casa de al lado.
Pero Marcial sobrevivió otra vez. ¡Increíble! Después de que lo atendieron los médicos y retornó a la casa, mi madre se dedicó con “cuerpo y alma” a sanar las quemaduras que éste sufriera, usaba el cristal de la sábila con tanta eficacia que en un tiempo prudente se curó casi totalmente.
Superado este trance y ya hecho un hombre, Marcial, que desarrolló una fuerte contextura física, se entregó de lleno a trabajar el negocio de la panadería, primero como simple obrero y después como propietario de la producción.
La madrugada de un día cualquiera se desplazó en su vieja camioneta por la carretera que enlaza a Tamayo con Monserrate y Neyba. Iba, como lo hacía de manera cotidiana, a vender panes en los bateyes De repente escuchó en la oscuridad el ruido de un motor que provenía del cielo, vio entonces una avioneta, con las luces apagadas, -con solo la intermitentes rojas encendidas-que volaba a escasa altura.
Daba la sensación de que caería sobre los cañaverales que bordean la carretera de lado a lado.
–¡Ay Dios y ese avión por aquí! ¡Se va a caer, se va a caer!, exclamó. Observó, empero, que del aparato cayó un paquete, la nave alzó vuelo y se marchó.
-“Oh, parece que cayó algo de la avioneta”, razonó.
Dio un frenazo, bajó del vehículo y acudió raudo a ver qué pudo haber caído de la nave. Pensó en un regalo del cielo, ya que encontró un enorme fardo herméticamente cerrado que calculó sería algo valioso que le generaría una fortuna. Cargó rápidamente el bulto a la camioneta, donde lo tapó con los sacos de panes. Regresó a la casa y ya allí, con mucho sigilo, ocultó el paquete en un lugar donde ni siquiera su esposa se imaginó.
Pasaron los días y Marcial siguió la rutina de venta de pan, en tanto pensaba qué hacer con el paquete. Una de las cosas en que pensó fue trasladarse a la capital para buscar a quien vender el contenido del paquete.
Pero su esposa, que estaba ajena a la situación, recibió una llamada. –Aló, aló ¿habla la mujer de Marcial? Señora, él tiene algo de nosotros, dígale por favor que nos lo devuelva.
Cuando Marcial llegó a la casa su mujer le dijo que llamaron, pero éste la evadió diciéndole que seguramente se trataba de una broma. –“Tiene que ser alguien que nos quiere tomar el pelo. A la gente le gusta mucho hacer bromas telefónicas. No te lleves mujer, no te lleves, no haga caso”, señalaba.
Las llamadas se hicieron cada vez más insistentes y amenazadoras.
-“Dígale coño a su marido que nos devuelva el maldito paquete que eso es nuestro…”
Pero Marcial insistía en que no tenía ningún paquete de nadie y que se trataba de una burla. Un día se quedó en la casa y no fue a vender panes. Estando allí sonó el teléfono y tomó la llamada. Sin siquiera abrir bien la boca para decir aló, fue espetado por una voz ronca y estruendosa que rugió en el otro extremo del auricular, vertiéndole palabras amenazantes:
-“¡Mire come mierda, hijo de puta! ¿Qué es lo que tú quieres? que arranquemos la cabeza a tu mujer y a tus hijos. Devuelve el maldito paquete que tienes de nosotros”.
Marcial quiso explicar, pero el interlocutor, con voz cortante ripostó:
-“Déjate de hablar “cagadas” y devuelve el fardo que eso no es tuyo, oíste hijo de tu maldita madre…”.
Y con tono intimidante, continuó:
-“Nosotros te vimos bajar de la camioneta y te llevaste el fardo. No nos diste tiempo a retirarlo. Ya nos tiene “harto”, si no lo devuelve ¿sabes lo que te pasará? Te vamos a colgar por los cojones, hijo de puta, cooññooo.
-“Cálmese señor, cálmese, vamos a hablar”, respondió Marcial. Su mujer que estaba parada a su lado, boquiabierta, “muerta de los nervios”, escuchaba la recia conversación telefónica.
-“No tenemos que hablar nada. Le he dicho que coja el maldito fardo y lo lleve la madrugada de este sábado al “cruce de rieles” del tren del ingenio Barahona, en las proximidades del Batey 6 y déjelo allí.
-“Sí, pero señor aguántese, tenemos que hablar…”, insistía Marcial.
-“Le dije coñazo que no tenemos nada de qué hablar”. “Usted lo lleva, lo deja allí sobre los rieles y se marcha del lugar. Ni intente mirar para atrás, que le estaremos observando… ¡vaya solo!”.
-“Está bien, pero le reitero Señor que se calme, no tiene por qué alterarse”-, refunfuñó Marcial mientras decía para sí: -“Tampoco es así, yo soy un hombre ¿que se cree éste…?”
La madrugada del sábado Marcial subió el paquete a su vehículo y lo llevó a donde se le dijo. Reinaba allí un tenebroso y frío silencio nocturno. Tomó el bulto y lo puso en el sitio convenido y se marchó en su camioneta.
-“Cuando me retiraba, en la oscuridad, miré por el retrovisor y oye hermano, yo no sé de dónde salieron tantas yipetas y hombres armados”. -“En un santiamén cargaron el bulto a una de sus guaguas y se marcharon a toda velocidad con dirección a la capital”.
-“¿Y qué tenía ese paquete?”
-“No sé, mi hermano, yo ni destapé eso nunca…”
Cavilé un buen rato mientras escuchaba su narrativa, lo observé detenidamente y atiné a decirle:
-“Marcial, hermano, te le escapaste otra vez a la muerte”.
*El autor es periodista