Vengo insistiendo en que resolver el caos del tránsito debería ser una de las prioridades del Gobierno. Provoca efectos terribles en la economía, el medioambiente, la corrupción y la salud pública (por la epidemia de muertes en accidentes viales), aparte del truño ciudadano.
Desde fines del siglo pasado, cuando Leonel continuó la excelente obra de Balaguer construyendo mejores avenidas, carreteras, túneles y elevados, todos los gobiernos han creído que la solución es que el Estado construya metros y teleféricos, opere rutas de autobuses y subsidie a las mafias de transportistas.
En el último tercio de siglo el caos ha empeorado y los gobiernos insisten en la misma fórmula, de grato y áureo resultado para contratistas y políticos.
Todo ese tiempo, los sindicatos de transportistas han aumentado su poder. Tienen senadores, diputados y “líderes” políticos. Impiden la inversión privada en sus feudos; violan impunemente las leyes de tránsito; poseen fortunas que exhiben sin que la DGII les pida cuentas; encarecen y entorpecen el comercio, encareciendo todo. Dan pésimo servicio.
El mayúsculo desorden del tránsito —desde motociclistas hasta patanes— nunca podrá corregirse insistiendo con los mismos fallidos remedios para un diagnóstico equivocado.
El cáncer es la ilegalidad impune de las mafias del transporte y sus socios en los partidos y la Policía. ¿Hará falta luchar como por el 4 % para la educación o nuevas marchas verdes?