Cuando dijo que quienes olvidan el pasado están condenados a repetirlo, George Santayana condensó en pocas palabras una de las más importantes lecciones que toda sociedad nunca debe olvidar. Los errores y aciertos del pasado guardan siempre valiosas enseñanzas para el presente, que ayudan a configurar el futuro. Pero para eso, como sostenía el filósofo español, es necesario estudiar la historia.
Lo anterior es relevante porque vivimos un momento en el que el mundo convulsiona y los populismos florecen. Lejos del fin de la Historia, las sociedades se asoman, casi todas, a la posibilidad de cambios bruscos, de traslados de sus centros de gravedad.
Con mucha frecuencia, los que florecen en estos momentos son los populismos de la revolución o la reacción. Es decir, los que quieren soltar todas las amarras sin importar las consecuencias o los que quieren volver el tiempo atrás olvidando que es imposible.
Pero casi siempre perdemos de vista un populismo con efectos tan graves como los anteriores: el de quienes niegan cualquier necesidad o posibilidad de cambio, olvidando que, en las sociedades como en los seres vivos, la inmovilidad absoluta se produce sólo con la muerte.
Quienes así piensan suelen acudir a distintas explicaciones para justificar su posición, pero el hilo conductor es acusar de resentidos sociales o envidiosos a quienes señalan los problemas y los cambios necesarios para preservar la convivencia social en el tiempo.
Este argumento es tan dañino como seductor. Dañino porque invita a perder contacto con el verdadero sentir social, y seductor porque, naturalmente, es muy dulce para los oídos de quienes no perciben directamente las causas del descontento social.
Es una combinación explosiva y la historia demuestra que ha contribuido a hacer saltar por los aires a muchas sociedades.
Todos los regímenes que colapsaron frente al peso de movimientos revolucionarios fueron previamente anestesiados y aletargados por la convicción de que nada había que cambiar, de que el descontento era reflejo del vicio de unos pocos y no de causas atendibles y, sobre todo, solucionables.
Para preservar lo que hemos logrado necesitamos despojarnos de la idea de que todo está bien, de que no hay motivos válidos de crítica. Las sociedades viven en transformación constante; para poder participar de ese proceso es preciso ser flexibles. Lo demás es arriesgarse a que esa transformación implique quedarseen el camino.