Los nuevos Peter Pan

Los nuevos Peter Pan

Los nuevos Peter Pan

Nunca como ahora, una época había asistido, atónita, a la emergencia de una generación de jóvenes indiferentes al poder político.

Esta cohorte de imberbes no parece tener objetivos a largo plazo ni ambiciones políticas, en las relaciones sociales de poder.

Solo les interesa el poder mediático, el placer seductor que crean las redes sociales y la fuerza ilusoria de la evasión social.

La actual es una generación que nació sin metas históricas claras ni utopías redentoras. Son los ‘millennials’, que han inventado un mundo de fantasías no utópicas o virtuales, desentendidos del deber social y la responsabilidad familiar.

Cuando tengan edad para ocupar puestos de dirección en las esferas burocráticas del poder estas se quedarán vacías. Antes queríamos destronar el cielo con las manos y fundar reinos concretos en la sociedad del futuro; hoy, estos jóvenes del nuevo milenio, viven solamente el presente, bajo los reflectores de la instantaneidad, en un “carpe diem” suspirante y hechizante.

Padecen el síndrome de Peter Pan; son nerds, que viven en una burbuja, en un paraíso artificial de postalitas. No leen ni piensan ni investigan: solo juegan.

Se niegan a crecer para quedarse vegetando en la guarida del hogar, bajo el eterno techo de sus padres: sin responsabilidad de sus actos y sin compromiso con sus primogenitores.

Resulta casi incomprensible este mundo, pues sus futuros estandartes se resisten a llevar la antorcha del poder. Estos nuevos hijos de Peter Pan no quieren asumir ningún compromiso ético o histórico, político o social; son los hijos legítimos de las nuevas tecnologías y del espíritu de la época.

Consumen tecnologías, pero no hacen ciencia ni producen ideas, que son las que paren el conocimiento, fuente del progreso humano.

Estos ‘millennials’ nacieron, desafortunadamente, bajo el signo de la indiferencia a los valores cívicos. No tienen aspiraciones concretas ni siquiera utópicas. Tampoco se sienten en el deber moral de salvaguardar la memoria histórica de su patria o los tesoros espirituales de sus ancestros.

De ahí que están desvinculados del pasado y del futuro; solo se atan al presente, pues saben que a este estado del tiempo pertenecen la felicidad y el placer, y no la conciencia, esa que mora antes y después del presente. Si hoy asistimos a una crisis de valores espirituales, su explicación hay que buscarla en que quieren tener todos los derechos -sin ganárselos-, pero ninguna obligación.

Las nuevas tecnologías nos han abierto el mundo, pero también han esclerotizado a muchos jóvenes. Sus ideas son reproducciones de ideas ajenas no metabolizadas, solo filtradas por las mismas redes virtuales de información.

No parecen seres humanos engendrados por sus padres, sino autómatas, zombis de Instagram, Facebook o Twitter.

Sus creaciones no son originales, sino tomadas del ecosistema de la realidad virtual. Actúan sin proyectos ni programas propios: su único plan de vida es vivir el día a día.

Nunca se preguntan de dónde vienen ni hacia dónde van. Solo les importa el número de amigos y seguidores que tienen en las redes sociales.

El riesgo de esta actitud reside en el vacío, en materia de conciencia social y política, que permite que surjan falsos líderes y profetas, o mesías nacionalistas y populistas.

A estos jóvenes no los guían ideas ni ideologías, sino una mitología tecnológico-fetichista, que prohíja la indiferencia social.

Si como siempre, el futuro descansa sobre los jóvenes, esta vez, cunde la perplejidad y el desconcierto.

Hasta que ellos no aprendan a mirar a sus padres a los ojos, a pensar con mente propia y levantar sus cabezas de la pantalla, el porvenir de la humanidad estará en tela de juicio.



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