La pasada semana circuló en las redes sociales un vídeo que causó justa indignación a quienes lo vieron: un grupo de policías golpeaba a latigazos a un hombre con las manos atadas a la espalda. La estampa es patética: los latigazos continúan mientras el agredido haces inútiles intentos de evitarlos. La “justificación” del hecho es que el detenido había cometido un robo, y con la golpiza querían convencerlo de no reincidir.
Nos guste o no, ese es el espíritu de “justicia” con el que muchos entienden que los ciudadanos deben ser tratados. Me corrijo, algunos ciudadanos. La barbarie como mecanismo de “justicia” tiene ostensibles excepciones.
El nuestro es un país donde los más pobres son los únicos que enfrentan sistemáticamente la cara más dura de la violencia pública. Los intercambios de disparos, las golpizas, las amenazas, los chantajes, y todos los demás abusos impropios de una institución del orden, tienen un público involuntario y preciso. Para decirlo en términos sencillos: la Policía sabe con quién se mete.
Visto que estas prácticas convierten al Estado en un promotor de la violencia, no debe extrañar a nadie que sus receptores desconfíen de las fuerzas del orden. No puede esperarse otra cosa; la colaboración con quien abusa no es realista y, muchas veces, tampoco conveniente. De ahí que la Policía sea incapaz de tener relaciones de colaboración efectiva con la ciudadanía, y se vea limitada al ejercicio de una función represora agigantada e incompatible con un estado de derecho.
Las razones para rechazar la violencia policial no son únicamente morales, éticas y jurídicas. Estas son suficientes, pero hay que sumarles las prácticas. La violencia no ayuda al trabajo de la Policía, sino que lo obstaculiza. Con ello, contribuye justo a lo contrario de lo que supuestamente busca. Los dominicanos haríamos bien en exigir el cese de la violencia policial, y en reclamar que, de una vez por todas, ésta se sujete a sus obligaciones y deberes constitucionales.