Urge controlar y erradicar los incendios que tenemos. ¡Las llamaradas cubren la nación! El calor es sofocante. No hay forma de contrarrestarlo. Pone en peligro la salud física y mental de la población. ¿Qué es el calor? Es la sensación que experimenta el cuerpo sometido a la variación de temperatura, de los cambios de estado. Generalmente se piensa en el clima, pero hay otros que al mezclarse con este, son explosivos. Lo generan el ambiente político, económico, social y la conciencia, de los que llenos de odio y ambición sin medida solo piensan en sí mismos y olvidan los demás.
Tenemos hogueras, llamaradas, fuegos, incendios, ¡jachos prendidos!, por doquier. No solo forestales, estimulados por altas temperaturas, sino otros provocados por el comportamiento de la gente. Son agobiantes. Padecemos sus causas y efectos. No se vislumbra la posibilidad de refrescarnos.
El calor que produce el sol, lo controlamos con facilidad, ya sea sumergido en las aguas del mar, ríos, duchas, con abanico, aire acondicionado, bebidas refrescantes. Los incendios en la naturaleza, como el del valle de Constanza, de una u otra, lo apagamos. Los más difíciles de extinguir son los que emanan del ambiente político, social y del alma. Tenemos hogueras por doquier: la soberanía en peligro por la incontrolable inmigración haitiana; los narcotraficantes apoderándose de las comunidades; el país tomado como plataforma para promover antivalores; embajadores extranjeros pegándole fuego a las tradiciones y valores culturales; la sequía, la falta de agua y las presas en situaciones críticas; la polución afectando la salud, con chikungunya, la agricultura agonizando y las autoridades concentradas en la capital.
Todas esas llamaradas, arden, calientan el ambiente, pero la que más quema, la más dañina, son tantas familias en pobreza extrema, tantos jóvenes y niños añorando estudiar, trabajar, comer, mientras lideres políticos arropados de honestos, llegan al poder y en pocos años se convierten en millonarios, con el dinero del pueblo. Estas llamaradas destruyen el alma del pueblo. Algunas dejan huellas eternas. Duele, la traición y ambición en la lucha por liderazgo político; las frustraciones que ocasionan aquellos en quienes confiamos para combatir la indigencia y olvidaron su misión: los aplausos a corruptos; los medios de comunicación, que pierden objetividad a cambio de prebendas; la inseguridad, la delincuencia en las calles. Esas ráfagas de fuego, a un pueblo desarmado, hambriento e impotente, producen calor, ira, mantienen la nación como un infierno, una hoguera, a punto de explotar. Lanzan esas llamaradas como si fueran eternos o se llevaran al más allá los bienes materiales.
Me imagino cómo se sienten los que en medio de estos calores climáticos y sociales no se atreven a encontrarse con su YO interior. Saben que es un fogón lleno de fuego, cenizas y humo, que los quema. Son tan cobardes que no saben pedir perdón, viven enojados consigo mismo, proyectan su frustración a los demás. Parecería que en sus hogares no disponen de un núcleo refrescante de afectos, de un manantial de aguas frescas y confianza que los serene.
Generalmente, arrebatan los poderes del pueblo, buscando llenar sus vacíos personales, ansias de grandeza, volando alto para alejar su conciencia de aquellos que explotan o engañan.
¡Oh, Dios, cuántos fuegos que deben ser extinguidos! Comencemos a apagar los que arden en la conciencia, en la familia. Démosle paso, a los que con chorritos de agua limpia pretenden refrescar el espíritu, buscan conectar sus mangueras a nuestros hogares, para abrir las llaves del amor, justicia social, coraje, progreso, de acabar con la impunidad. De esta manera, poco a poco, las hogueras desaparecerán. ¡Confiemos en Dios! Propongámonos vivir en paz.