Las armas cuando se inventaron cambiaron el carácter de las personas, y son un peligro para los temperamentos humanos.
Su invención representó el triunfo del miedo sobre el espíritu de los hombres. Se crearon porque existe la muerte, y son el dios del poder y de la fuerza.
Las armas vencen el miedo: sirven para matar al otro y matarse uno mismo. Todo hombre armado se cree un dios porque tiene el poder de decidir el destino vital del otro.
Como instrumentos de intimidación, encarnan la posesión del terror a la muerte. Quien inventó las armas inventó el odio y, sobre todo, la venganza.
Si queremos curar la sociedad tenemos que hacer una cruzada para desarmar a la población civil violenta. La ley ha de ser el antídoto contra las armas.
Para que reine la convivencia pacífica entre los individuos tenemos que propiciar la horizontalidad en las relaciones sociales, donde no impere el miedo como poder, que representan las armas sobre los desarmados.
Y esa uniformidad intrasocial se alcanza cuando no tengamos el poder de poseer armas contra los demás para inducir respeto.
Las armas pues son la antítesis del diálogo, las enemigas de las palabras. Son acción, no discurso; simbolizan la muerte y la destrucción, enlutecen e intimidan: hacen valiente a los cobardes y nadie quiere ser cobarde. Vencen el miedo y nadie quiere tener miedo al otro. Las armas son la madre del crimen y del suicidio.
Cuando los norteamericanos nos ocuparon en 1916, para erradicar la fiebre de los golpes de Estado, los levantamientos guerrilleros y poner fin a la inestabilidad política, lo primero que hicieron fue desarmar a la población.
La cruzada contra las armas de fuego debe ser un imperativo ético y una demanda de la civilización moderna. Si no existiesen de manera indiscriminada no tendríamos que contemplar, aterrados y atónitos, las constantes masacres perpetradas por los terroristas islámicos o por enajenados mentales y antisociales, como ocurre en Estados Unidos, Medio Oriente y Europa.
O las escenificadas en América Latina entre bandas de narcotraficantes.
Las intermitentes tragedias que acontecen en nuestro país, en una escalada de violencia son un signo del malestar social del mundo y una prueba de los índices de intolerancia de la sociedad moderna.
Y todo porque existen las armas en personas inaptas para poseerlas, lo cual redobla la inminencia de la ocurrencia de tragedias sangrientas, siempre producto de los espejismos que crean las desigualdades sociales, donde unos ascienden y otros descienden, o se quedan marginados de los tesoros de la civilización.
El valor de la vida y el miedo a la muerte se han banalizado en nuestro país como expresión de un reflejo condicionado de la globalización del crimen, la violencia y la intolerancia, que nos remite a la barbarie primitiva.
Por lo que se observa, asistimos a la disolución de los valores de la modernidad, producto de la “muerte de los dioses” y el fin de los líderes, que servían de catalizadores para dirimir los conflictos interpersonales y sociales, atenuar las pasiones destructivas y frenar los bajos instintos.