Las noticias trágicas de la vida cotidiana de Estados Unidos nos enferman: siempre vamos de un estupor a otro, de un espanto a otro.
Apenas oímos una noticia sensacionalista y morbosa, y debemos prepararnos para recibir la otra, aun más desconcertante, con los ojos exorbitados de asombro y los dientes apretados de rabia. Cada vez son más los hechos de terrorismo individual de un sicópata, que comete una masacre contra una persona o una muchedumbre, ya sean niños de una escuela, o feligreses de una iglesia; o ya por conflictos raciales, odio social o resentimiento colectivo.
Algo ha fallado en la educación americana. Y más cuando vemos que se incrementan estas acciones perversas, que terminan en homicidios y suicidios. Detrás de cada acontecimiento está el rostro de la envidia, el desamor y la violencia. Y todo esto porque existen las armas, que se usan de manera alegre, irracional y malsana, esas enemigas de la paz, que existen porque existe la muerte.
Siempre que acontecen estas tragedias en los Estados Unidos, evoco a Walt Whitman, el cantor de la vida americana y de la democracia que, al cantarse a sí mismo, le cantó a todo el mundo, y que elogió la libertad y la naturaleza –pero cuyos hijos y nietos asesinos son ilegítimos y bastardos, pues han traicionado su ideal y su ética.
Esos herederos espurios e impíos son los que mancillan su memoria de odio racial, intolerancia religiosa y resentimiento psicológico.
Estos asesinos -que imponen el terror instantáneo con sus caprichos- tampoco son los herederos de Emerson, el padre del pensamiento trascendentalista americano, ni de Thoreau, el solitario y anacoreta, que prefirió el silencio del bosque. Si algo anda mal en la vida moderna de USA reside en su sistema educativo, que ha subordinado la autoridad de la educación de los hijos -que debe descansar en la familia, esa semilla, origen de la sociedad humana-, en un “Estado Benefactor”, que promueve la filosofía del tiempo como oro y dios material.
Las culpables de estas perversidades, que prohíjan el terror irresponsable y la violencia absurda, son la historia y la tecnología. La historia segregacionista, contaminada de prejuicio racial, y la tecnología irresponsable, que estimula el morbo de la violencia, la falta de pudor y el paroxismo de la libertad, en las redes sociales.
Estos fantasmas son los responsables de la cultura del miedo en que viven sus ciudadanos, ante un exceso de libertad irracional, que no la crea la democracia sino el Estado, en nombre del Imperio, cuya permisibilidad es insostenible en la era actual, plagada de complejos psíquicos, en una sociedad enferma y afectada por la sobrevivencia caníbal y salvaje, y en un mundo permeado por demenciales oleajes migratorios.
Estados Unidos es una gran nación, patria de grandes ciudadanos, que es a la vez un imperio y una democracia, diría Octavio Paz.
Pero acaso en esta disyuntiva reside la raíz de su mal. La pasada historia de segregación esclavista ha dejado sus fantasmas de odio, y ahora esta nación está pagando el precio de esa aberración, que concluyó muy tarde para la modernidad, y que no ha sido superada ni metabolizada.
Si estos hechos se suceden con tanta frecuencia, como el que acabamos de presenciar, atónitos, en que un exempleado de un canal de televisión, en Virginia, tras ser despedido, por una razón laboral, acribilla a tiros, sin ningún remordimiento, a dos excompañeros -a una presentadora de TV y a un camarógrafo-, y luego se suicida, al verse acorralado, nos deja una señal amarga y espantosa, de la facilidad con que se producen. Se debe a que la población está armada y a que se ha perdido el amor a la vida y el miedo a la muerte.
Estos desalmados son los peores enemigos de la libertad y la democracia americanas, que desacreditan la patria de Whitman, ese amante de la tolerancia, la paz y el respeto a las diferencias étnicas y sexuales.