La respuesta a la pregunta con la que titulamos este artículo es sí y es no. Es sí porque ciertamente hay hijos que crecen y se desarrollan con los mismos valores y conductas de sus padres.
Es no, porque hay que decir que esta realidad va en descenso, siendo la tendencia creciente que los hijos crezcan y se desarrollen con valores y conductas diferentes a los de los padres. Este cambio es para bien en algunos casos y para mal en otros.
El carácter y las condiciones generales del ambiente social parecen jugar un papel determinante en la evolución referida. En la actualidad las condiciones económicas hacen que los padres deban trabajar durante un mayor espacio de tiempo. En el pasado solo era el padre, ya hoy queda también incluida la madre.
Cuando hablamos de tiempo no hablamos solo del que los padres pasan en la casa, sino más propiamente del que dedican a sus hijos. Y en verdad este se ha reducido significativamente.
El problema es complejo, no obstante, pues en hijos del mismo núcleo familiar se pueden encontrar diferencias, a veces muy marcadas, aun cuando estos han tenido los mismos padres, y acceso a los mismos medios tecnológicos y de socialización.
Hoy ni la familia ni la escuela juegan el papel que desempeñaban décadas atrás. En su reemplazo han surgido los medios tecnológicos.
Tanto los niños como los adolescentes dedican un mayor tiempo a la televisión, y acceden ahora a celulares, a computadoras, a videosjuego, a las redes sociales, dedicándoles un gran tiempo. Ahora tienen nuevos medios de inculturación. Su contacto con las tecnologías es de múltiples formas, son verdaderos “nativos digitales”.
El acceso a esos medios y a los valores que se transmiten a través de ellos influye para llevarlos a concebir un mundo “distinto” al de los padres.
Hoy se puede hablar de dos mundos diferentes para padres e hijos. Es diferente como ven la realidad y como se relacionan con ella; difieren en sus preferencias musicales, sus ideas y prácticas políticas, sus gustos sexuales, su actitud ante las utopías. Hoy vivimos contundentes conflictos intergeneracionales.
También ha jugado un papel “el sueño de los padres”, aquel relativo a que los hijos tengan lo que ellos no tuvieron, que no les falte lo que a ellos tanto les faltó. Y en ese empeño legítimo se producen situaciones verdaderamente deformadoras.
Ante la realidad de diferencias con los hijos, a los padres les corresponde hablar, oír, compartir, vigilar, negociar, persistir. ¡No hay de otra!