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Lo que aprendimos sobre salud mental en 2025

  • El balance de 2025 deja una idea clara: la salud mental no es solo una tarea individual, sino también colectiva

El cierre de año suele traer balances y promesas. Cada diciembre imaginamos un “nuevo yo” que empieza el 1 de enero con grandes cambios, aunque muchas veces ese impulso se diluye rápidamente. Sin embargo, lo que dejó claro 2025 en materia de salud mental va en otra dirección: el bienestar psíquico no se construye con propósitos grandilocuentes, sino con pequeños cambios sostenidos en el tiempo.

A lo largo del año, distintos enfoques coincidieron en una misma idea: la salud mental está determinada tanto por factores individuales como sociales. Tal como plantea la Organización Mundial de la Salud, promoverla implica actuar sobre hábitos, entornos y vínculos, no solo sobre la voluntad o la actitud personal.

Mente, cuerpo, cerebro y contexto forman un único sistema. Cuando ese sistema vive en “modo alerta”, la fuerza de voluntad resulta insuficiente. Por eso, un balance honesto no pasa por buscar la última tendencia, sino por una pregunta más concreta: ¿Qué condiciones sostengo cada día para que mi sistema nervioso funcione de forma equilibrada y cuáles lo empujan a la hiperactivación?

Desde esta mirada, el foco se desplaza del “qué pienso” al “qué hago”. El sueño, el estrés o la inflamación son factores biológicos clave; los vínculos, el trabajo o la violencia cotidiana, factores sociales; y el uso intensivo de pantallas, la exposición constante a estímulos o la presión por rendir reflejan rasgos propios de la cultura actual.

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En este contexto, muchas herramientas tradicionales —el orden, las rutinas, la prudencia y los límites— reaparecen como aliadas fundamentales. La diferencia es que ya no se plantean como imperativos morales, sino como decisiones de diseño: organizar el día, la atención y los entornos en un mundo saturado de estímulos.

Uno de los aprendizajes más claros del año fue que la mente no se calma simplemente “pensando en positivo”. Recuperar el control de la atención se volvió central. Gran parte del malestar contemporáneo no surge de grandes traumas, sino de una atención fragmentada por notificaciones, comparaciones constantes y microurgencias: la llamada “dopamina barata”.

De ahí el interés por prácticas como el ayuno digital o el paso del FOMO (miedo a perderse algo) al ROMO (alivio por no estar en todo). No se trata de demonizar la tecnología, sino de usarla sin cederle por completo el control de nuestra atención.

Las pantallas, además, dejaron de ser solo un tema de crianza para convertirse en una cuestión de desarrollo y de política pública. Las restricciones y regulaciones no responden a modas, sino a efectos visibles en el sueño, la atención, la impulsividad y la vulnerabilidad emocional. El desafío está en evitar los extremos: ni prohibir sin acompañar ni acompañar sin límites.

Otro concepto que ganó profundidad fue el de resiliencia. Muchas personas no están “mal”, sino atrapadas en un modo de supervivencia permanente. Ese estado afecta al sueño, reduce la tolerancia a la frustración y limita la capacidad de pensar con claridad. Salir de ahí requiere menos autoexigencia y más intervenciones concretas: rutinas básicas, pausas reales y una reducción sostenida del estrés basal.

En este punto, el sueño se consolidó como un pilar esencial. Dormir mal empeora la ansiedad y la depresión, y estas, a su vez, alteran el descanso, generando un círculo vicioso con impacto también en la salud física. Preguntar por el sueño dejó de ser un detalle para volver a ser una base clínica fundamental.

El ejercicio físico, por su parte, dejó de entenderse solo como una actividad recreativa o estética para recuperar su lugar como intervención directa en salud mental, con amplio respaldo científico. Más allá de mejorar el estado de ánimo, contribuye a regular el sistema nervioso y a sostener ritmos externos que favorecen el equilibrio psíquico.

También se amplió la comprensión de los trastornos mentales, superando explicaciones reduccionistas. La depresión, por ejemplo, no se explica únicamente por un desequilibrio químico: pensamientos, estrés crónico, inflamación, sueño y contexto interactúan de forma inseparable. Cuando el cuerpo permanece en alerta constante, la mente acaba pagando el precio.

El lenguaje fue otro eje clave. Hablar de salud mental —incluido el suicidio— de forma responsable, sin estigmas ni romantización, salva vidas. Lo mismo ocurre con los consumos problemáticos: nombrar con precisión ayuda a prevenir y a acompañar mejor.

Finalmente, apareció con fuerza el debate sobre la inteligencia artificial. Aunque puede ser una herramienta útil para informarse u ordenar ideas, existe el riesgo de confundir alivio momentáneo con cuidado real. La tecnología no debe sustituir a los vínculos humanos ni a los tratamientos adecuados.

El balance de 2025 deja una idea clara: la salud mental no es solo una tarea individual, sino también colectiva. Ser protagonistas del propio bienestar implica asumir el cuidado cotidiano como una prioridad, de cara a 2026 y más allá.

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