Fue aquel martes que participando junto a otros padres en un taller sobre la afectividad en la familia, el cual se impartía en el salón de Rollos, de Casa San Pablo, se nos hizo la siguiente pregunta a todos cuantos estábamos viviendo dicho proceso formativo: ¿Cuándo fue la última vez que tu padre o tu madre, te dijo te amo o te quiero?
De inmediato comencé a realizar este ejercicio mental, procurando encontrar esa respuesta en la profundidad de mi interior; primero pensé en mi madre y me contesté, así mismo, las tantas veces que de manera regular me expresa en lo largo de las diferentes etapas de mi vida, tan hermosas expresiones; y luego pase a mi padre, ya fallecido, y entonces no pude recordar cuándo fue la última vez, que me dijo te amo o te quiero hijo.
Al concluir dicho taller procedí a trasladarme al vehículo junto a mi esposa, y ahí lloré copiosamente y con hipidos, a pesar de haber transcurrido tantos años en mi vida.
Al referirme a lo anterior, no pongo de manifiesto con este escrito de que mi padre no me amaba, de ninguna manera, pero a lo mejor reflexionando en este momento, supongo que él creía que lo que hacía era más importante que las palabras; o es posible que en su niñez nunca escuchó esas expresiones por el tipo de crianza que recibió, y fruto de eso replicaba ese tipo de comportamiento hacia los demás; o es posible que en su interior existían obstáculos tan poderosos que impedían manifestarlas; o quizás no le concedía el valor suficiente o apremiante de pronunciarlas en razón de que entendía que su hijo simplemente lo sabía; o, sencillamente, se encerró en que él era así y no tenía por qué cambiar; o nunca pudo o quiso accesar a talleres, charlas o cursos que le sensibilizaran sobre la importancia de la afectividad en el ambiente familiar; entre otras suposiciones.
Pero la verdad es que al no recordar esa expresión sentí una necesidad de escucharla en lo más insondable de mi alma, que transformó ese breve espacio de tiempo en una nube de tristeza con sentimientos encontrados; pero desde luego, no me empantané en ese ayer, sino más bien, me lancé a trabajar decididamente en llenar ese vacío en mi corazón con la ayuda que viene de Dios, llegando a la conclusión de que otros no pueden pagar por una deficiencia de mi pasado; para tales fines me propuse en ese instante perdonar a mi padre y perdonarme a mí; de estar vivo hubiese corrido hacia el a darle un fuerte abrazo, de aquellos que unen todas esas partes rotas, gritándole a su vez, de manera jubilosa ¡te amo papá!
Como no está, aprovecho estas gotas de tiempo para susurrarle te amo y abrazarle de manera póstuma, mientras mis lágrimas se deslizan por mi rostro cual si fuese un manantial de aguas tranquilas, pero indicando a la vez la paz que se hace eco en mi ser.
Para no repetir este tipo de experiencias, me he propuesto como misión, darle sentido a cada suspiro de mi existir pregonando en mi familia un te amo, hasta el punto que el mismo se ha constituido en un gesto o rito de amor cada noche al concluir en familia las oraciones; por ejemplo, nos damos un beso con las bendiciones correspondientes, diciéndonos entre unos y otros ¡te amo!
Es que es importante entender, si hemos sido victimizados en el pasado, es tiempo justamente de afrontarlo con aptitudes positivas, que muestren un cambio que marque la diferencia para bien.
San Juan Pablo II, nos dice que la familia “es la primera y más importante escuela de amor. La grandeza y la responsabilidad de la familia están en ser la primera comunidad de vida y amor, el primer ambiente en donde el hombre puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas, sino también, y ante todo, por Dios».
Expresarnos en familia, un te amo es muy importante, pero claro está, no basta pronunciarlo, hay que también demostrarlo cada día dándole vida.
Hay que cultivar ese amor diariamente, regándolo cuan si fuese una planta en el huerto de tu hogar, para que no se seque, crezca sana y fuerte, porque la principal misión de la familia es edificarnos mutuamente en el amor.
*Por Ángel Gomera