Uno no deja de llorar cuando va a los aeropuertos. Llora cuando se va la gente, por dejar a los que uno quiere; llora cuando regresan, al comparar lo que se deja atrás con la tragedia de un país que se nos viene a pedazos.
Lloras cuando despides un amigo o cuando lo recibes, o cuando ves que los otros amigos despiden sus amigos o los recibe. Llora uno también cuando va al aeropuerto a despedir al hijo que va de viaja a estudiar y quizás no vuelva porque el país no pinta nada bueno.
Lo cierto es que uno no deja de llorar nunca, cada vez que nos acercamos a una terminal y vemos los aviones que recuerdan tu primer viaje, los amores que quedaron lejos, las risas de las rosas, las alegrías por los andes, los bailes en los recónditos lugares de Panamá. Uno siempre llora.
Hace poco fui al aeropuerto a despedir un amigo del alma al que siempre visito en Estados Unidos y que él siempre me visita también. Y de tanto vernos y de tanto visitarnos pensaba que no iba a llorar, o más bien pensaba que él tampoco iba a llorar, pero no fue así. Cuando nos abrazamos sentí su voz entrecortada y sus lágrimas tocando las puertas. A mi me pasó lo mismo y además quedé todo el día impactado por eso, por ese dolor suyo de haber partido hace 40 años y aún tener ese apego a la Patria, a los amigos, a sus Georginas y a todo lo que dejó en esta tierra que ha cambiado tanto.
Los primeros viajes marcan. Los aviones partiendo de terminales lejanas, las madrugadas en aeropuertos sin gente, los abrazos de quien te espera. Esos recuerdos se abrazan cada vez que vas al aeropuerto a despedir o recibir a alguien.
No sé qué pasa, pero uno siempre llora en los aeropuertos.