¡Llegamos!
¿Adónde vamos a llegar? -exclamó con aire de impotencia mi amigo, cuando conversábamos en torno a la participación cada vez más activa de militares, policías, funcionarios y legisladores en crímenes y delitos de todo tipo.
– No es que vamos a llegar -le corregí-. ¡Es que ya llegamos!
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Efectivamente, basta hojear un periódico de cualquier día de la semana para leer los titulares que involucran a gente de poder en hechos de sangre y robos a mano armada, a sabiendas de que en la mayoría de los casos no habrá sanción para los culpables.
La impunidad se impone, todo el mundo tiene un padrino a quien acudir en busca de auxilio, y si ese padrino no tiene fuerza suficiente, de seguro aparecerá un super padrino que resolverá el asunto muerto de la risa.
Hacen falta autoridades que, en primer lugar, se respeten a sí mismas y, después, que por nada del mundo permitan componendas ni debilidades a la hora de aplicar la ley, aunque su integridad les cueste el cargo.
“Dura lex, sed lex” (La ley es dura, pero es la ley), decían los romanos cada vez que tenían que partirle el pescuezo a uno de esos canallas. Y no les fue mal.
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