El desastroso estado de la educación trasciende cómo afecta la economía y la competitividad nacionales. Ignorar su gravedad amenaza la democracia.
Un ejemplo es el discurso de algunos candidatos políticos, imposible de sostener ante cualquier público medianamente educado, capaz de discernir. Por ejemplo, a contrapelo de todas las mediciones de organismos o calificaciones de agencias internacionales y las cifras del Banco Central, Leonel arguye que el país “ha perdido el liderazgo en la región, pasando de la vanguardia a la retaguardia” y atribuye “incapacidad del Gobierno” para la gerencia de crisis.
Nuestra pobreza en la formación básica, la educación hogareña y la instrucción escolar permite a caudillos mesiánicos abusar penosamente de la ignorancia ajena.
Cualquier ciudadano incapaz de rebatir argucias por carecer de recursos retóricos, lógicos o dialécticos y gramaticales, queda a expensas de la autoridad atribuida a quien le miente. El afán de enredar en vez de aclarar dificulta o imposibilita conversaciones, diálogos o transacciones.
Esa misma falta de destrezas culturales explica la abundancia de reacciones o respuestas iracundas de quienes poseen un vínculo emotivo más que intelectual con algún caudillo. Liderazgo perdido demuestra Leonel, no nuestra pujante nación.