En la República Dominicana se valoran todas las expresiones de fe religiosa, y es bueno que así sea. El constituyente ha creado un sistema en el cual todos podemos convivir en paz con la diversidad de creencias.
Esto pareciera no tener gran relevancia en una sociedad cuya mayoría de los ciudadanos dice profesar el cristianismo en alguna de sus vertientes. Sin embargo, las razones de la tolerancia religiosa van más allá de la dinámica entre minorías y mayorías.
El constitucionalismo democrático del que disfrutamos hoy tiene su origen en la reacción ilustrada a dos fenómenos que azotaron a occidente entre los siglos XVI y finales del XVIII: el absolutismo monárquico y las guerras de religión.
Fenómenos ambos vinculados, porque aun cuando eran los monarcas quienes ejercían el poder, su legitimidad debía mucho a que gobernaban “por la gracia de Dios”.
La diversidad religiosa constituía un peligro claro e inminente para los monarcas absolutos y el albor de la democracia vino de mano con la libertad religiosa.
La importancia de esto no es solo política, es también personal. Como pueden atestiguar los creyentes del mundo, la fe religiosa está íntimamente ligada a la identidad propia.
De ahí que el respeto a la religiosidad personal y el respeto a la persona están tan vinculados que en ocasiones son indistinguibles.
Esto no solo ocurre con los religiosos, sino también con los ateos y agnósticos, cuya ausencia de fe es tan importante para ellos como tenerla lo es para los creyentes.
Desde esta perspectiva, son estériles y contraproducentes los debates fundamentados en demostrar quién tiene razón o, peor, en el insulto y la descalificación de quien no comparte las opiniones religiosas.
Pero si graves son las impertinencias de aquellos negados a aceptar la diferencia, la intromisión del Estado en un ámbito que pertenece estrictamente a la intimidad es aún mucho más grave, porque implica el condicionamiento estatal de un derecho fundamental.
Es por ello que el artículo 45 constitucional establece la libertad de cultos, y por ese mismo motivo no existe en la Constitución ningún texto que permita concluir que el país posee una religión oficial.
Que así se obliga al Estado a ser neutral en materia religiosa, y esto incluye todo en lo relativo a la educación de los menores de edad. Es derecho exclusivo de la familia educarlos según sus propias creencias, sin que el Estado evalúe o dictamine qué forma debe tomar esta educación.
El respeto a la libertad de cultos implica necesariamente el respeto a todas las manifestaciones de la religiosidad, sean dominantes o minoritarias. Invitar al Estado a que auspicie una visión específica, es abrirle la puerta para que se convierta en árbitro del contenido de todas.
Y ese es un peligro que debe evitar todo aquel que valore el derecho de los demás, y el propio.