La muerte de seres queridos representa un misterio tan inescrutable que ni siquiera el tiempo podría borrar el lacerante dolor que deja imperecederamente en las personas que los amaron toda la vida y que, más allá de la partida física, asumen el compromiso de respetar sus memorias.
Ese dolor se multiplica cuando se trata de una madre. Tal es mi caso. El pasado lunes partió hacia la morada celestial Doña Amparo, un ser humano excepcional al que el Señor le permitió vivir durante 93 años.
El profundo sufrimiento que produce en el alma no puede ser experimentado en otros; su magnitud solamente se vive al interior de uno mismo cuando queda ese vacío, como un enorme cráter que nos engulle el alma y la tritura en pedazos tan invisibles como la unidad más pequeña de la materia, que es el quark.
La muerte es el ciclo final de la vida, una realidad que debe ser comprendida en el ámbito de la racionalidad humana, superando toda cuestión emocional. Queda, entonces, la mirada retrospectiva para ver cómo vivió la persona en el mundo de lo terrenal.
Doña Amparo, al margen de las subjetividades propias de las emociones, dejó lecciones positivas de vida en una sociedad caracterizada por la prevalencia de valores negativos como la maldad, la envidia, la falta de solidaridad, la deshonestidad y el rencor. Durante toda la vida ella luchó, aunque en medio de carencias económicas, para que sus hijos fueran personas de bien en la sociedad.
Recuerdo que, sin que nadie se lo solicitase, donó el terreno para la construcción de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en la comunidad La Vigía, provincia Dajabón, creencias que asumió hasta el último día de su vida. Nuestras conversaciones eran frecuentes sobre el comportamiento de la gente, el poder y la misericordia de Dios; también solíamos cantar himnos de alabanzas.
Nunca la escuché odiar ni enviar a nadie. Esta convicción la asumió sobre la base de que el odio jamás podía combatido con odio, sino a través del amor y de la bondad. Esto me ha llevado al convencimiento de que solo las personas nobles llevan dentro de sí esos valores, por lo que ella habrá de ir directamente a la eternidad.
Y en mi caso particular, observo su comportamiento como una lección de vida en el planeta de lo automático. Vivimos como robots, máquinas diseñadas para hacer cosas programadas, y de las cuales se quiere obtener determinados beneficios. En definitiva, en un mundo que nos mantiene entrampados en lo puramente material y la maldad.
Muchas personas se dan cuenta en la sala de un hospital del hecho de que el haber llevado esa vida en “automático”, ha sido la causa principal por la que se encuentran recluidas, a la espera de recuperar las condiciones de salud que les permitan continuar su existencia. Esa vida rápida y estresante las conduce a desencadenar hasta enfermedades catastróficas de altos costos.
En estos tiempos de “haters”, es decir, de “odiadores”, se ven exhibiciones de rencor, envidia y maldad; las malas personas superan, por mucho, a las buenas. Aun así, me atrevería a sugerir que se perdone a esos ruines, siguiendo a Oscar Wilde, escritor, poeta y dramaturgo irlandés, que recomendó perdonar siempre a los enemigos, porque constituye la mayor molestia que recibirán en sus vidas.
Las lecciones morales dejadas por Doña Amparo deben animarnos a seguir luchando por una sociedad más justa en la tierra, mientras ella vuela hacia el cielo a una reunión eterna con Dios.